TENER HIJOS
Hace años un reputado colega ya cincuentón
expresaba el descubrimiento que a su edad había supuesto tener un hijo. Decía no
haber sospechado que el acontecimiento pudiera tener tanto significado. Le
escuché con atención, a medias por lo inusual de la confesión y a medias porque
hacía mucho que tenía el sentimiento de que cada uno de nuestros hijos era, para
su madre y para mí, el acontecimiento más decisivo y feliz que había tenido
lugar en nuestras vidas. Pensé que, al menos en eso, le había adelantado en una
veintena de años.
Mi colega no
hacía más que perpetuar una secular oposición entre el modus vivendi de los intelectuales europeos y la vida familiar con
hijos, que cuenta con ejemplos tan célebres como el de Rousseau, fundador de la
pedagogía moderna y padre de cinco hijos que entregó uno tras otro a
instituciones de beneficencia.
El propio
Aristóteles, que apenas nombra en toda su obra a inventores o tecnólogos, no
omite el recuerdo –seguramente agradecido- de Arquitas, el inventor del
sonajero. Ciertamente, no hay que discutirles que los hijos ocupan mucho
tiempo.
Esa poca afinidad
entre las élites intelectuales y los hijos probablemente se reforzó mediante el
celibato religioso frecuente en las instituciones intelectuales del medievo, y su
extensión al celibato académico en las universidades que fundaron.
En cualquier
caso, la modernización de las sociedades ha convertido en materia de elección
aspectos de la vida que antes formaban parte de las practicas más indiscutidas.
Entre ellos, el hecho de tener hijos. Nacer, crecer, reproducirse y morir en nuestras sociedades parecen requerir una decisión para manifestar su condición libre. En términos
sociológicos, lo cierto es que algo que antes iba de suyo con el acceso a la
condición de casados, que a su vez iba también de suyo con la primera y mínima
autonomía económica, hoy se ha hecho problemático.
También resulta
obvia la importancia que los condicionantes laborales y económicos introducen
en la decisión de tener un hijo y de cuántos se pueden tener. Por eso, resulta
todavía más desconcertante que la trasformación del hecho de tener hijos en un
derecho sea simultánea al descenso crítico del número de hijos que se tienen en
nuestras sociedades. Y todavía más que las reivindicaciones para mejorar las
condiciones laborales, económicas y legales que lo favorecerían sean tan
marginales e irrelevantes.
Podría argüirse
que la tasa de natalidad española, la segunda más baja del mundo, sería motivo
suficiente para convertir este asunto en materia de interés público. También
podría aducirse que ninguna transformación histórica será tan sustancial como
el hecho de que las siguientes generaciones sean tan exiguas que no se basten
para su propia viabilidad. Pero nada de todo lo anterior parece remover un
estado de opinión apático al respecto.
Y me parece
comprensible, porque, subjetivamente hablando, nadie tiene hijos para que
subsistan los estados y sus naciones, ni tampoco, pese a la vieja doctrina
escolástica, para la subsistencia de la especie. Esas son finalidades objetivas de la reproducción que cuando se imponen avasallan el corazón y el cuerpo de los padres, en la práctica y en la teoría. Tener hijos es algo cuyo
sentido nace de las raíces de la existencia y no es sustituible por ninguna de
esas conveniencias funcionales. Pero, precisamente por eso, el hecho de que
apenas tengamos hijos es revelador de un proceso de importancia crucial en
nuestras vidas como sujetos primero, y como miembros de una sociedad después.
Tener hijos significa
sentir al respecto de la vida y pese a sus mil penalidades una disposición
capaz de celebrarla, hasta el punto de estar dispuesto a asumir para otros la vulnerable fragilidad de la vida, a sabiendas de los peligros que no se les podrán ahorrar
a los hijos que se traigan al mundo. Por eso, ser padres es un acto de
optimismo que acepta el mayor de los riesgos en la confianza de que a pesar de
todas sus dificultades se podrá guardar el equilibrio sobre el alambre de una
felicidad razonable y, en todo caso, de una existencia en compañía.
En ese sentido,
cada hijo es una cuenta que han echado sus padres y en la que la vida le ha
ganado a la muerte, a pesar de su seguro desenlace. Que la vida merezca reproducirse
aunque el destino de todos sea morir, también para cada uno de nuestros hijos y
sus hijos, es un ejercicio de libérrima vitalidad que la justifica por breve
que sea. De hecho, la cercanía a la muerte no lleva a los hombres a dejar de
tener hijos sino a lo contrario. El baby boom posterior a la Segunda Guerra
Mundial, el mayor de todos los conocidos, deja ver que cuando el mero hecho de
seguir vivo -es decir, la vida misma- se convierte en motivo de celebración,
entonces se reafirma gozosa y expansivamente multiplicándose.
Esa es la fuente
de dónde nacen los hijos: la celebración de la vida que sus padres son capaces
de hacer el uno en el otro, a pesar de todo el espanto y el temor posibles. En ese sentido, traer hijos al mundo es siempre un armisticio que reconcilia la realidad, breve pero
significativamente.
Todos los padres
somos algo así como supervivientes, pues, a pesar de su segura victoria, nos
burlamos de la muerte no dejándole que sea la última palabra sobre el mundo. Tener
hijos y multiplicar la vida es relegar su ruina a lo que es: una catástrofe que
no merece la soberanía de nuestra rendición. Hay una inteligencia vital de
naturaleza primordial en el hecho de engendrar vida nueva, que todas las formas
de inteligencia reflexiva no son capaces de sofocar.
Cada hijo es un
fruto de esa inteligencia primordial. Pese a las diatribas casi unánimes y a la
mirada de soslayo dominante entre los intelectuales (y sabiondos de toda
especie), lo cierto es que tener un hijo es un acto de comprensión más original
y más profunda que todas sus razones en contra. Es seguro que hay personas sin
hijos que tienen esas mismas disposiciones, pero entonces es casi seguro
también que celebran así la vida de los que nacen. Y también es seguro que hay
padres que carecen de esa disposición, pero entonces es casi seguro que tampoco
pueden celebrar la propia vida.
Tener hijos es la
forma más originaria –y silente- de bendecir el mundo que le cabe a una
libertad encarnada y carnal. Y en esa bendición hay una inteligencia de la realidad que no se
distingue de la vida misma, como si la vida fuera la inteligencia misma
encarnada.
De hecho, el acto
de concebir un hijo es tan original y 'primero' que (en y) mediante los padres
actúa la humanidad misma, como aquellos a los que la tradición llamaba “primeros
padres”, y de cuyos actos se afirma que nos contenían a todos. Y es que todo lo
que el hombre hace con la suficiente originalidad es algo que todos los hombres
de algún modo hacemos con él y en él. Por eso decimos que la humanidad pisó la Luna cuando, de hecho, lo habían logrado solo un par de individuos. Por eso
celebramos los récords, los descubrimientos e invenciones (incluido el sonajero
que nos deja apenas distraer a los pequeños).
Tener un hijo entraña la originalidad de regresar al principio para dejar que vuelva a empezar renacida la humanidad y, en su seno, un linaje de descendientes y ascendientes que llega hasta los primeros pobladores del mundo.
Tener un hijo entraña la originalidad de regresar al principio para dejar que vuelva a empezar renacida la humanidad y, en su seno, un linaje de descendientes y ascendientes que llega hasta los primeros pobladores del mundo.
Hay, por último,
una experiencia silenciosa y casi unánime que nos une a los padres:
cuando vemos a cada uno de nuestros hijos, incluso al que sobrelleva la forma
más dura de la existencia, ninguno preferiríamos haberlo cambiado por una
existencia más tranquila, con más tiempo y algún que otro logro profesional. Eso
solo ocurre con los hijos que no se han tenido.
Maravailloso artículo don Higinio. Tuve mmi primera hijo a los 42 años y ahora estoy enamorado de otra mujer y, lo primero que quiero, es tener con ella otro hijo para celebrar nuestro amor y este acontecimiento tan extraordinario que es la vida.
ResponderEliminarEsto es algo que nunca antes había contemplado. Estaba equivocado. Cuidar de los hijos es un raro placer.
Saludos.