EL TRABAJO como servidumbre y libertad.




Todos los que tenemos un trabajo retribuido lo realizamos para ganarnos la vida. Nosotros no vemos nada deshonroso en hacerlo, más bien al contrario, y además nos parece un cierto estado afortunado cuando lo comparamos con el desempleo. Pero no ha sido así durante la mayor parte de los siglos de tradición occidental.
No contar con el suficiente patrimonio para poder vivir de su administración y tener que depender de un sueldo o del rendimiento del propio trabajo era, en el mejor de los casos, una forma desafortunada e imperfecta de la ciudadanía en Grecia, en Roma y en el resto de Europa hasta finales del siglo XVIII y casi hasta el siglo XX, incluidas todas las sociedades estamentales y cortesanas, medievales y modernas. Nuestros hidalgos poniéndose migajas en la barba para hacer creer que disponían de lo necesario sin tener que trabajar para conseguirlo, no son una excepción hispánica salvo por su longevidad histórica.
La causa de ese menosprecio ha sido la forma y cultura aristocrática de todas esas sociedades y la hegemonía del paradigma guerrero, y no tanto la supuesta maldición bíblica que pesa sobre el trabajo como castigo. Ni griegos ni romanos estaban bajo el influjo de la tradición bíblica judía y sus sistemas sociales y culturales se bastan para explicar dicha infravaloración que, no obstante, se hizo perdurable en las sociedades estamentales cristianas que las asumieron y elevaron a categoría eclesiológica y espiritual.
Y algo de justificado tendrá ese juicio sobre el trabajo cuando incluso entre nosotros el deseo de no tener que trabajar para vivir sigue formando parte del desiderátum de una vida holgada, y del júbilo de esa edad ociosa que nuestras sociedades se han esforzado por garantizar. El trabajo es la forma humana de generar el propio sustento y, en ese sentido, es la actividad a la que nuestras necesidades nos obligan, tal y como le ocurre al resto de los animales.
Hay, pues, algo de gravoso en ese esfuerzo que nos ata a nuestra condición necesitante, cargándonos con el peso de una existencia esforzada. Trabajar consume nuestras energías y, a la larga, nuestra vitalidad. Así que en cierta medida el trabajo va cavando nuestra propia fosa, y no es una simple imagen, porque trabajar también es asumir nuestra condición mortal y cargar con ella.
Sin embargo, no era tanto el esfuerzo como la cerrazón del horizonte a la estrechez de las necesidades lo que les parecía ominoso a los griegos. Esa reducción se imprimía en los cuerpos y las almas deformándolas. En cambio, el esfuerzo y la preocupación liberados del peso de la necesidad, es decir, el ejercicio esforzado convertido en deporte y la preocupación en discusión pública, llevaban lo humano a su perfección (canon) y hacían la vida no solo libre y deseable, sino humana en sentido propio.
Esa imposibilidad para simultanear la servidumbre esforzada a la que obliga la necesidad y la libertad como su superación le parecía completamente vigente a Marx, cuyo paraíso proletario es una suerte de universalización del estatus aristocrático, es decir, de la emancipación del trabajo como sometimiento al peso de las necesidades. Dicha visión comparte la baja consideración por el trabajo y sigue latente en todos los futurismos de sociedades con jornadas laborales minimizadas y tiempos de ocio en ilimitada expansión.
Pero en el menosprecio griego del trabajo había, me parece a mí, una razón más profunda. Lo que se hace para obtener la satisfacción de necesidades no se hace más allá ni mejor de lo estrictamente imprescindible para alcanzar dicha satisfacción. Mucho menos si se piensa, como Marx, que del beneficio generado por lo que se hace se aprovecha otro mediante su apropiación.
Desde esas perspectivas, reducir el empeño y el fuerzo puesto en el trabajo es tanto como resistirse a la explotación y se entiende que la reducción del trabajo asalariado sea el horizonte deseado de la emancipación: la liberación del trabajo consistiría en dejar de tener la necesidad de trabajar, y, en cualquier caso, en trabajar lo menos posible.
Sin embargo, nada de todo eso estaba en la cabeza de Sócrates cuando se oponía a que la educación de los jóvenes quedara en manos de supuestos sabios que les enseñaban por dinero. Su temor era, más bien, que los jóvenes no pudieran aprender de los sofistas lo sustancial de la libertad: la sobreabundancia que hace que uno tenga mucho que ofrecer a los demás.
Esa sobreabundancia es el libérrimo exceso que pone en lo que hace quien procura hacerlo perfecta y exactamente, tal y como es debido y de justicia, si bien solo está al alcance de quien persigue el colmo de su perfección. Y eso era lo que les parecía que hacían quienes le daban a su vida fines distintos de la utilidad: la belleza de las artes, la exactitud del saber y la justicia, el valor en la guerra o la plenitud de las potencias y habilidades en el deporte.
La posibilidad de concebir un servicio cuyo ejercicio fuera también el de la propia libertad apenas aparece en el Mundo Antiguo. Hacía falta un giro que, como dijo Hegel, consistió en poder concebir el acceso a la libertad a través del servicio y no en su contra. Ese giro corrió por cuenta del Cristianismo y, más en particular, de quienes ‘profesaron’ la vida religiosa y se convirtieron en prototipos de los profesionales modernos simultaneando servicio y perfección como forma de vida.
De ahí la asociación entre profesión y vocación, mucho antes de que la ética protestante de Weber hubiera siquiera aparecido. Fue la mendicidad -la falta de patrimonio- como forma de la vida religiosa la que generó su propio sustento mediante el público reconocimiento de su pertinencia y valor[1]. Y de ahí surgirán nuestras sociedades profesionales en las que la utilidad ejercida con exactitud se convirtió en fuente de reconocimiento.
Así se hizo visible que preservan la condición de hombres libres aquellos que teniendo que trabajar lo hacen con un celo y dedicación que excede la medida de lo necesario, es decir, que excede la medida de las necesidades y su satisfacción porque introduce su perfección como meta. Solo quien procura con afán la exactitud en su oficio pone en lo que hace algo de sí mismo que no puede comprarse ni venderse y, por lo tanto, que solo se puede dar libérrima y gratuitamente, aunque se cobre un sueldo por hacerlo.
Cuando el que hace algo persigue la exactitud de lo que hace poniéndose a sí mismo en juego mediante el empeño por lograrlo, incluso aunque se trate de la más subordinada y material de las actividades, esa tarea se convierte en algo que excede por completo la transacción limitada por lo que se paga o se cobra, y se convierte en prenda y señal de la libertad (y la existencia misma) de quien lo ha hecho.
Solo quien se conduce así se hace libre en y mediante su trabajo y no a pesar de su trabajo o reduciéndolo. En realidad, solo ese afán nos hace libres en lo que hacemos. De otro modo, todo cuanto se hace sin ese empeño está suficientemente pagado con el sueldo o el precio que cuesta, y, por tanto, la vida misma ocupada en hacerlo resulta tener precio (los antiguos le llamaban esclavitud).
Tal vez se comprenda ahora por qué la ciudadanía antigua incluía como uno de sus deberes principales poder hacer ofrendas, y de su oscurecida pervivencia en nuestras ciudadanías compuestas por profesionales: la libertad es aquello que hace capaz de tener algo que ofrecer a los demás. 









[1] Sobre la estima griega del trabajo, la aparición de los profesionales y la configuración de los oficios como forma d existencias individuales libres, puede verse Marín, Higinio, “La invención de lo humano. La génesis sociohistórica del individuo”, Encuentro, Madrid, 2007[1].


[1] La perfección como señal y prenda (ofrenda) en lo hecho de una subjetividad libre, se desarrolla por extenso en el Capítulo 8. Trabajo, mundo, presencia del libro “Mundus. Una arqueología filosófica de la existencia”. Nuevo Inicio. Granada, 2019. 

Comentarios

  1. Los religiosos? No serán los primeros cristianos?

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    1. Los primeros cristianos viven en el contexto de sociedades aristocráticas; los hay libres y ciudadanos y los hay esclavos. José Luis Salvador dice en su obra -aunque no detalla su fuente- "El deporte en Occidente" (Cátedra, Madrid, 2009) que los cristianos en Roma eran reconocidos por su celo en el trabajo. Es posible que fuera así, pero nada de ello dio lugar a una transformación del sistena social ni de la valoración cultutralmente institucionalizada del trabajo que siguió durante todos los siglos de la Edad Media cristiana siendo tenido por una actividad servil (y de siervos), es decir, de sujetos en los que la ciudadanía y la condición misma de hombre libre misma se daban en precario. El estatuto civil del trabajo como forma y medio de la libertad surge al hilo de la estima pública de la práctica de las obras de misericordia (enseñar al que no sabe en colegios y universidades; curar al enfermo en hospitales; aconsejar al que no sabe en consejos reales, et.) en los contextos urbanos del final de la Edad Media, y requiere, además, de la reivindicación de la nobleza de los oficios manuales durante el Renacmiento en la figura de los artistas. Suscitar el propio sustento a partir del reconocimeinto público de la utilidad y eminencia de lo que se hace, como logran los religiosos mendicantes y más tarde artistas y eruditos como los humanistas, sí va a transformar el orden social y a materializar la transformación de la estima y comprensión del trabajo, hasta que el abate Sieyes sirva de eco a san Pablo y diga que nadie puede gozar de la ciudadanía sin trabajar, y de ahí que excluyeran a todas las clases ociosas, los aristócratas, ya en el XVIII.
      Todo esto y más, está disponible en la obra citada, "La invención de lo Humano". Un saludo.

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  2. Si pensáramos como Marx intentaríamos
    no trabajar y vivir del amigo Engels...

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