La BUENA EDUCACIÓN. Breve antropología de los modales.


Hace 76 años, cuando fue lanzada la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, el ejército japonés dispuso la evacuación con el siguiente orden de prioridades: en primer lugar los varones en edad militar y no heridos gravemente. Es decir, todos aquellos que fueran útiles para continuar la guerra, así que se postergaba a los heridos, mujeres, niños y ancianos.

La orden tenía su lógica en pleno esfuerzo bélico para poner a salvo a Japón de la derrota. Pero, al cabo, era una barbaridad. Los sesudos y estrictos militares japoneses se habían olvidado del modesto precepto de dar prioridad siempre, ya fuera en el asiento o el en paso, a mujeres con niños, ancianos e impedidos. Puede alegarse que en tiempos de guerra no hay lugar para las cortesías, pero lo cierto es que si un ejército no cuida precisamente de esos que la buena educación ponía en primer lugar, ha perdido toda razón de fondo para seguir peleando hasta la muerte, salvo la pasión homicida por matar a los otros, incluidos, niños, ancianos, mujeres y heridos. Y, en efecto, eso es lo que hicieron de un modo u otro todos los países implicados en la guerra.

La aparentemente ingenua recomendación de ceder el paso o el asiento a ciertos tipos humanos tiene una arqueología ancestral en los hábitos de nuestra especie. Es seguro que antes de que hubiera ciudades, es decir, en el paleolítico y durante cientos de miles de años, cuando el hombre vivía formando clanes de cazadores recolectores con asentamientos temporales en campamentos, no todos los miembros de la tribu podían contribuir al esfuerzo de la caza. Seguro que no podían los niños, ni las mujeres vinculadas por la lactancia, tampoco los más ancianos, ni los heridos y enfermos, ni quienes cuidaran de todos ellos.

En el campamento base quedaban, pues, los que no podían empuñar armas. Justamente aquellos a los que el ejército japonés consideró prescindibles. Y, sin embargo, la supervivencia de los clanes -y, por tanto, de la especie- dependía de ellos de una manera decisiva: mantenían vivo el fuego que espantaba a las fieras y hacía habitable la noche y el invierno. El mismo fuego que evitaba que comieran crudo y que congregaba en su alrededor a los comensales y sus celebraciones.

Ponerlos a salvo a ellos no solo era en cierta medida el fin de cuanto se hacía, sino que al procurarlo la civilización humana se edificaba como una singularidad en el contexto de las formas de vida animales: los débiles e impedidos comían sin tener que esperar a que los más fuertes se saciaran. Es posible que el hecho de guardar mediante costumbres establecidas la memoria de lo importante que era cuidar de los cuidadores del fuego, resurgiera cuando los tripulantes del Titanic se dieron cuenta de que no había botes salvavidas suficientes para todos, y se estableció el orden de que las señoras, los niños y los impedidos precedieran a todos los demás.

Esos mismos fueron los que Homero puso a salvo tras las murallas de Troya, al menos mientras los defendían sus guerreros de los abusos y de la esclavitud. Los guerreros de la Iliada se matan entre sí y se roban mujeres, niños y esclavos. También se disputan los muertos para que sus allegados no puedan llorarlos ni honrarlos a salvo de las alimañas. De hecho, no hay rastro de piedad entre los que luchan hasta que Aquiles devuelve el cuerpo de Héctor a su padre, Príamo rey de Troya, para que le dé sepultura. Y al hacerlo pone coto a su ira, da forma a su relación con los demás en atención a sus demandas, retiene su pasión. La piedra preciosa de la civilización no es la metalurgia de las armas con las que se hieren, sino la artesanía del carácter que se inaugura sometiendo la furia y dándole forma a la conducta.

Así que, contra lo que solemos suponer, los asuntos de modales no son filigranas prescindibles, sino, por así decir, la última línea de defensa de la civilización y, al mismo tiempo, la forma modesta pero arcana de la memoria del origen de lo humano y de nuestras sociedades. Ciertamente, se trata de una línea del todo desbaratada y desbordada ya en todos sus puntos. Y no han sido los poderosos autores de la barbarie los que han roto esa línea de defensa, sino aquellos a quienes se les ha vuelto insoportablemente condescendiente recibir o dispensar buenos modales.

El hombre de las sociedades modernas disfruta de sus derechos en estricta igualdad y sin gratitud ni deuda con nadie. A su juicio, lo que recibe es porque se le debe, simplemente. Ni se deja beneficiar por la cortesía ni la necesita ni la practica. Casi hemos llegado al punto en que la buena educación se ha convertido en mala, es decir, en que la deferencia o la cesión se han convertido en un insulto para quien se le cede el paso, el asiento o se le trata de usted.

Percibimos la buena educación casi como un síntoma de altivez con el que se toma distancia y altura respecto del otro. Es cierto que, como la palabra misma indica, la «cortesía» procede de la forma hiperbólica que se le dio en las cortes reales a las normas de conducta. Y que ese aristocratismo de origen la hacía poco afín al espíritu revolucionario. Frente a todo ello, Rousseau y la afirmación de la bondad natural del hombre frente a la depravación hipócrita de las costumbres civilizadas, está latente no solo en héroes literarios como el último Mohicano o Tarzán, sino en la mentalidad burguesa que protagonizó la modernización desde la Revolución Francesa hasta el ideal postburgués y sesenta-y-ochesco de la juventud.

A todas esas denuncias y desenmascaramientos no les faltaban algunas buenas razones, ciertamente. Pero, una vez sobrevenida la cívica austeridad del ciudadano moderno, lo cierto es que la elaboración cuidadosa de lo que decimos y hacemos sigue siendo una dimensión esencial de la conducta humana y de la convivencia. Despreciarla o descuidarla es, en realidad, despreciar o descuidar la consideración que los demás nos merecen, y, a la postre, descuidarnos a nosotros mismos.

De hecho, la buena educación pone de manifiesto y consolida una disposición interior que define y separa a las personas: la gratitud. De ahí surge el impulso a perfeccionar lo que se dice o se hace para otro adornándolo. Y de ahí surge también la gratuidad -la gratitud- que hace libre al receptor de beneficios o consideraciones por parte de otro. A lo que aprenden los niños que saben qué hacer cuando sus padres les preguntan «¿Qué se dice?», es a ser libres recibiendo, es decir, a agradecer.

Pero la gratitud nos hace libres admitiendo la deuda y reconociendo en ella un deber que no nos rebaja, sino que nos enaltece. Es mediante los deberes de gratitud como se inaugura la conciencia de la obligación y de lo debido. Solo los libres pueden tener deberes, dice Hegel, los esclavos tienen necesidades, y, en efecto, merecen su esclavitud (moral) porque se dejan arrastrar por las necesidades como si éstas fueran lo único de importancia en sus vidas.

Se agradece lo grato, decía Javier Hernández Pacheco en su imprescindible filosofía de los modales (“Usted primero”, Marova, 2004), y, por lo mismo, solo se agradece si agrada hacerlo. Por eso, en la ingratitud aletea la altivez de la suficiencia, mientras que no cabe ser agradecido sin la modestia reconocida del que precisa de otros. Es fácil comprender que quien no cree tener nada que agradecer a los demás, no es, como él piensa, alguien que todo cuanto vale se lo debe a sí mismo, sino un completo desgraciado, es decir, un ingrato desagradable.

Las modales amables no son una formalidad vacía, salvo que dejen de expresar lo que los hizo surgir: que el otro está siendo considerado al margen de nuestros intereses, sea cual sea el trámite o el asunto del que se trate. Ahí radica la gratuidad que acompaña lo hecho incluso cuando no hacemos nada más que lo debido. Quien no sabe agradecer cuando recibe aquello a lo que tiene derecho, está ya del lado de la barbarie y es un paso atrás de la civilización.


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