Entrevista: SOBRE LA LIBERTAD, EL RELATIVISMO Y LA VERDAD.







Entrevista publicada en Views, Nº 40, invierno 2019.

“Solo hace justicia a la verdad propia quien respeta la libertad ajena”



¿La verdad es un problema para la convivencia en sociedades plurales?

La idea de que la verdad nos hace rígidos y poco capaces de dialogar o considerar puntos de vista ajenos es una apreciación psicológica que, tal vez, algunas personas justifiquen, pero que no surge de la verdad misma. De hecho, lo cierto es lo contrario: si todo es discutible, dejamos de discutir y empezamos a disputar. Quien no cree en la verdad no espera nada del diálogo, y reduce toda conversación a curiosidad o a poder, a transacción y equilibrio de fuerzas. Si la verdad no existe, en el desacuerdo no nos queda más que procurar los propios intereses en detrimento de los contrarios y todo se reduce a salir victorioso.

¿No es –como se afirma-  el relativismo lo que abre el espacio de la libertad?

Si por libertad se entiende que cada uno haga lo que quiera en su sentido más habitual, pues sí. Pero la verdad no impide que cada uno haga lo que quiera, simplemente introduce la verdad de los asuntos como uno de los motivos del querer humano, y así lo dignifica, lo enaltece y, en el fondo, lo humaniza. Ese es el sentido -desde un punto de vista meramente antropológico- de la expresión “la verdad os hará libres”: la introducción de la verdad entre los motivos por los que hago lo que me da la gana, libera mis “ganas”, por así decir, de mis meros apetitos, intereses y pulsiones, e introduce en el núcleo mismo del deseo -sobreponiéndose pero conviviendo con mis apetitos- a la verdad.

Sin embargo, puede parecer que el énfasis en la existencia de la verdad lleva a no poner tanto énfasis en el valor de la libertad, ¿es así?

No, creo que no, al menos de suyo, aunque pueda ocurrirles así a algunas personas. Ciertamente, afirmar la existencia de la verdad no te deja afirmar la libertad como si todo lo que se puede hacer o elegir fuera indiferente o equivalente, es decir, acríticamente. Pero eso no significa que no se valore muy intensamente la libertad, también la libertad para equivocarse. En realidad, solo hace justicia a la verdad propia quien respeta la libertad ajena. Hemos avanzado mucho en esa dirección, ciertamente.

¿Aunque por defender la verdad se haya atropellado históricamente la libertad de muchos?

Cuando se ha hecho así, el daño ha sido mutuo, es decir, se perjudicó gravemente a los sojuzgados, pero no memos gravemente a la verdad que se impuso, al tiempo que se depravaban los que la imponían. La concepción de la verdad como algo que puede sobrevivir al avasallamiento del otro es una concepción muy deforme y torpe. No hay verdad que sobreviva a su imposición porque lo verdadero requiere de la inteligencia para hacerse valer, y la inteligencia o es internamente libre o no es. Pero tampoco se puede pretender imponer la ‘verdad’ de que no existe la verdad, y este riesgo es más actual y pasa más desapercibido.

¿Y de dónde surge esa idea de que la verdad es que la verdad no existe?

Pues en buena medida procede de la unilateralidad con la que la ciencia positiva se apropió de la verdad, para después dudar de que existiera en realidad. De hecho, la hegemonía de las ciencias positivas nos ha vuelto a los hombres de nuestra época muy groseros al respecto de la verdad: no damos por verdadero nada que no sea empíricamente comprobable, lo que al final desemboca en que ni siquiera de eso estamos en condiciones de afirmar que sea verdadero, sino a lo sumo, todavía no refutado.
Como era de esperar, cuando la duda se propuso como método no iba a quedarse en servir de camino (eso significa método: camino) hacia la verdad, como pretendía Descartes, sino que se ha convertido en la forma misma del saber: hoy la sabiduría consiste en dudar, y quien quiere presumir de sabio o de científicamente riguroso presume de sus dudas.

No obstante, vivimos una cultura muy refractaria a la verdad.

Sí, así es, pero solo en parte. Por ejemplo, las víctimas de injusticias no renuncian a la verdad de su inocencia. El relativismo es la coartada de los poderosos para volver ilimitado su poder. Defender la verdad es resistirse a que la injusticia deje de serlo porque la víctima no sea poderosa o esté indefensa. Nadie discute ese principio, aunque se discuta, por ejemplo, si el niño en el seno materno es un caso de esa naturaleza.
Así que el relativismo es la posición preferida de los que tienen poder o quieren tenerlo ilimitado, aunque sea sobre uno mismo. En ese sentido, se trata del empeño por legitimar cualquier acto en tanto que libre, salvo los delitos (aunque la indulgencia de nuestro pedagogismo penal tiene latente la puesta en tela de juicio de la culpa también respecto de los delitos). De manera que el relativismo de nuestra época es el intento de abolir la culpa: la pretensión de una libertad ilimitada e inocente, fuente de acciones irreprochables por indiferentes.

Pero esa concepción de la libertad está muy extendida en nuestras sociedades.

Así es, extendida y convertida en prejuicio, en opinión dominante. Pero cuando se interioriza realmente la idea de que todo cuanto hagamos es indiferente y solo se justifica por nuestra preferencia, lo que ocurre es que nos invade el sentimiento de una oceánica indiferencia, es decir, un tedio sin orillas que implica, sorprendentemente, un agostamiento de la libertad, un desvanecimiento del deseo y la consiguiente incapacidad de preferir. Podría decirse así: lo malo de creer que la verdad no existe, es creérselo verdaderamente.

¿Y qué puede hacerse para revitalizar en las personas el sentido de la verdad?

A mi juicio, los hábitos personales que predisponen en favor de la verdad son la justicia y la gratitud, por razones distintas. Quien quiere ser justo busca la exactitud. De hecho, en castellano “justo” es también un sinónimo de “exacto”, y la exactitud en el reconocimiento de lo que es de cada uno es la forma práctica de la verdad, porque implica dejarse a un lado a uno mismo y orillar las preferencias para atenerse a lo que las cosas son. En ese sentido, practicar la justicia prepara para la verdad.

¿Y la gratitud?

Pues en cierto modo la gratitud incluye y completa a la justicia: el que agradece reconoce lo que debe a otro. Ahora no nos dejamos de lado, sino que reconocemos lo que tenemos y lo que somos como recibido. El reconocimiento de lo que se debe a otros también tiene un doble sentido: lo “debido” es simultáneamente deuda y obligación. En portugués dar las gracias se dice “obrigado”, recogiendo ambos sentidos. Para los romanos la conciencia y el sentimiento de la propia vida como recibida y motivo de gratitud se llamaba “pietas”, el sentimiento familiar que unía a hijos y padres, y era la cualidad distintiva de los hombres respecto de las bestias. Pues bien, sin el reconocimiento de que no somos lo primero, de que nuestra libertad solo se hace solvente en la gratitud que atiende las deudas, las obligaciones, nos sentiremos inclinados a no reconocer lo que, como decía Zubiri, es el “de suyo” de las cosas y de los asuntos, la verdad.



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