Todos los que tenemos un trabajo retribuido lo realizamos para ganarnos la vida. Nosotros no vemos nada deshonroso en hacerlo, más bien al contrario, y además nos parece un cierto estado afortunado cuando lo comparamos con el desempleo. Pero no ha sido así durante la mayor parte de los siglos de tradición occidental. No contar con el suficiente patrimonio para poder vivir de su administración y tener que depender de un sueldo o del rendimiento del propio trabajo era, en el mejor de los casos, una forma desafortunada e imperfecta de la ciudadanía en Grecia, en Roma y en el resto de Europa hasta finales del siglo XVIII y casi hasta el siglo XX, incluidas todas las sociedades estamentales y cortesanas, medievales y modernas. Nuestros hidalgos poniéndose migajas en la barba para hacer creer que disponían de lo necesario sin tener que trabajar para conseguirlo, no son una excepción hispánica salvo por su longevidad histórica. La causa de ese menosprecio ha sido la forma y cultu