LLORAR






No todas las lágrimas son amargas 

(Tolkien)







Tal vez una de las más memorables hazañas de los españoles del XVI en Norte América la relató Alvar Nuñez Cabeza de Vaca en su libro "Los naufragios". Ahí se cuenta que algunos pocos españoles extenuados por la constante persecución de los nativos y arrostrando toda clase de penurias, lucharon sin tregua para evitar la muerte o caer cautivos y perecer entre torturas. Al final, vencidos y exhaustos tras un naufragio, viéndose cercados y sin fuerzas para levantarse siquiera, los españoles se pusieron a llorar. Al verlos, los feroces indios que les cercaban se pusieron a llorar con ellos.
La debilidad a la que el llanto hace relación solo es posible entre quienes pueden padecerla desde una conciencia más amplia que la mera sensación. La misma que es necesaria para reconocerla en otros. Por eso, tal vez el llanto transformó a los soldados en semejantes a los ojos de sus perseguidores, y la ferocidad cedió paso a la compasión: llorar es cosa de hombres.
Más allá de la mera sensación física de dolor, el llanto expresa que los hombres padecemos un dolor que no tiene la medida del daño físico, sino la de una emoción con la ilimitada extensión del alma humana. San Agustín definió ese dolor como el sentimiento que se resiste a la división. Duele la separación delo que debería estar unido.  Eso es padecer un mal a cuya consumación nos oponemos, al menos con el deseo de evitarlo. A diferencia del dolor la tristeza parece el sentimiento que ya no se resiste a la división, tal vez porque la división sea irreversible, o porque nos hemos dado por vencidos.
Seguramente por eso Descartes dice que la tristeza es lo contrario del reposo tranquilo: la intranquilidad en el infortunio. Y dice también que la envidia es el dolor y la tristeza ante el bien ajeno, mientras que la compasión es el dolor ante el mal padecido por otro. En todos los casos la tristeza da por establecido lo que el dolor todavía se resiste a aceptar.
Y es que estamos dispuestos a sobrellevar el dolor que implica evitar un mal, pero cuando percibimos que nuestra resistencia es inútil y que la ruptura se impone y nos arrolla, entonces, antes de entregarnos a la seca e inmóvil tristeza, rompemos a llorar. Hobbes dice que es un desánimo súbito lo que nos hace llorar, y, en efecto, el llanto es signo de un abatimiento en curso.
La más elemental experiencia del dolor en una despedida consiste, precisamente, en no poder evitar la separación, cuya consumación suma al dolor la tristeza que lo irá sustituyendo. El llanto expresa el dolor de la imposibilidad de resistirnos. Lloramos, pues, porque no podemos evitarlo, o mejor, no podemos evitar llorar porque no podemos evitar rompernos o compadecer al que se rompe.
Llora quien ha perdido el control, pero no principalmente sobre lo que hace o cómo se expresa, sino sobre lo que le pasa y le precipita, por así decir, en una catarata de dolor. Así que no es cualquier división la que nos hace llorar, sino la que nos arrastra y divide interiormente. Rompemos a llorar por estar rotos o rompiéndonos sin remedio. Todas las demás formas de llorar son variantes de esta forma principal: el sentimiento de lo inevitable que nos hiere. Esa emoción también surge con espanto ante quienes vemos quebrantados y abatidos sin posibilidad de sobreponerse a la desgracia. En ellos reconocemos la común fragilidad del hombre.
Ninguna separación es tan invencible como la muerte, y tampoco hay dolor como ese. Pero como hay muchas fracturas que nos resultan inevitables, en cada una de ellas degustamos esa irreversibilidad de lo mortal. Así que lloramos también porque no hay vuelta atrás, o porque presumimos que no la habrá. El llanto presume la imposibilidad o la dificultad de evitar la pérdida o de volver a unir lo que se ha separado.
Por eso, cualquier forma de recoger y recomponer lo separado es una forma de consuelo: los abrazos, la compañía y el reposo consuelan en la medida que aquietan la división. Sin embargo, lloramos en tanto no lo podemos contar. El llanto es el gesto del dolor y el sufrimiento que todavía no tiene palabras ni el reposo para decirse o para evitar que las arrastre el torrente mudo de las lágrimas.
El consuelo del que esta roto en mil pedazos no puede ser otro que recogerlo, abrazándolo si no se puede más, y 'contándolo' si es posible, porque poder contarlo es la primera forma de sobrevivir a las rupturas más dolorosas. No hay consuelo como el de recomponer la vida en una historia renacida.
También el mero pasar del tiempo y nuestras contradicciones e incoherencias son formas inevitables de separación y división en uno mismo. Son la tercera herida de la que hablaba Miguel Hernández: la del amor, la de la muerte y la de la vida. Y esta tercera sólo admite el consuelo de una historia que nos recoja y nos restaure mediante la indulgencia capaz de no tener en cuenta nuestra peor versión.
No habría llanto sin la conciencia de la vulnerabilidad que nos atraviesa a todos, y que nos hace sucumbir al infortunio al tiempo que de algún modo lo excedemos. Lloramos, asegura Camus, porque las cosas no son como deberían. Así que llorar no es solo la gesticulación de la pena por nuestra frágil exposición, sino porque no deberíamos ser presa inerme de lo funesto. Lloramos porque estamos a merced de lo que ocurra, y, como todos los gestos, el llanto hace visible lo invisible: que no tenemos el poder de proteger nuestra vida ni la de los que amamos, y que no podemos ponerlas a salvo de todo ni siempre.
Pero, precisamente por eso, no todas las lágrimas son amargas, dice Tolkien. También lloramos de alegría en los reencuentros y la recuperación de lo que dábamos por perdido, en los trances fatales que no se han cobrado su precio y ante la bondad que salva y consuela con la ilimitada extensión del alma humana. Así que también se llora de felicidad al ver cumplidas las esperanzas más inciertas o al recibir la dicha más inesperable.
También ese llanto gesticula nuestra frágil exposición, pero con la forma de la desgracia esquivada o del bien sobrevenido. Es la vulnerabilidad consiguiente a la limitación de nuestro poder lo que en último término se expresa en las lágrimas de felicidad o de dolor.
La función fisiológica de las lágrimas, limpiar y humedecer la córnea, es una buena metáfora de sus efectos interiores. Resulta difícil imaginar una personalidad no ya sensible, sino flexible y comprensiva sin capacidad de llorar. Más todavía: es inverosímil un alma que vea con nitidez la vida y lo que somos sin la nutrición y limpieza del llanto. Sería tanto como vivir la propia vida y la de los otros sin encontrar nada de lo que conmovernos.
Así que el llanto tiene, además, el valor de darnos a conocer no solo la fragilidad de la existencia humana, sino una subjetividad (conciencia) capaz de acogerla con un gesto que es la interiorización de lo incomprensible de la vida.
Llorar, es cosa de hombres.

Comentarios

  1. Estupendo análisis. Ahora también podría verse la Tristeza como división del sujeto respecto del mundo. Ruptura y alejamiento que se refleja en el cuerpo curvado y escondido, sin ganas del exterior. Lo que abre una distancia de comprensión. Julio Ramón Ribeyro decía que todo el que sufre se vuelve observador y Pessoa que todo observador es extranjero

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  2. Sí. Gracias.
    La tristeza como el 'reposo' doliente en la división. División en uno mismo, o respecto de los otros y del mundo. Pero creo que esa tristeza puede tanto estimular la reflexión como apagarla.

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