LA PIEDAD. Nuestros mayores y el deber de cuidarlos.
"¡Ea, padre querido, pronto! Sube, te doy mis hombros. Vengan azares..."
Eneida, Virgilio
La declaración del estado de alarma
interrumpió las lecciones presenciales de Antropología del cuidado en el grado de Enfermería
de mi universidad, la UCH-CEU. Estábamos peleándonos con el concepto latino de pietas,
la piedad, y los estudiantes, que quieren convertir el cuidado de otros en su profesión,
ya sabían que la piedad clásica es el conjunto de obligaciones, sentimientos y
disposiciones que caracterizan al buen hijo.
Para los romanos,
y para cualquiera que se pare a pensarlo, la vida nos ha sido dada y es algo
que no nos debemos a nosotros mismos sino a otros, de manera que nuestra vida
misma es una deuda con quienes nos la han dado primero y hecho posible después.
Se trata de una deuda impagable cuya completa gratuidad se reconoce con la gratitud.
Quien afirma que
no le debe nada a nadie o que a él no le han regalado nada está haciendo un
recuento superficial, o bien pretende ser lo que no es: su propio origen. Así
que la primera forma de impiedad es la ingratitud. Y no importa mucho si lo
hace un hijo respecto de sus padres, un ciudadano respecto de su país o una
sociedad entera respecto de sus mayores.
La ingratitud del
que dispone de lo que otros hicieron y, sobre cualquier otra, la ingratitud
del hijo afecta al núcleo de la existencia. Todo lo que uno tiene, incluida la
vida misma, se vuelve ‘apropiación indebida’ si no reconocemos que nos ha sido
dada o hecho posible por otros. Así que la ingratitud es también la forma más
elemental de incivismo.
De hecho, el
delito capital en el derecho romano era el parricidio, la forma suprema de la
impiedad, pero la mera insolvencia era la modalidad más leve de ese mismo
delito. En ambos casos se trataba de sujetos que desatendían sus deudas y, por
tanto, con los que no se podía hacer ningún (con)trato, o, en su forma más
grave, ni siquiera tener trato con ellos. El impío, el que desatiende a sus
mayores, es el hombre incívico por antonomasia, y menos que hombre, incluso,
alimaña que no puede vivir entre iguales libres.
Y, en efecto, eso
es lo que hacían con él según señalaba con todo cuidado el derecho penal romano.
Le llamaban la pena del saco (poena cullei): después de fustigarlo y
taparle la cabeza para dejarlo simbólicamente sin rostro, lo metían en un saco de
cuero con una víbora, un perro, un gallo y, si había a mano, un mono. Y una vez
seguros de que las cinco alimañas se habían mortificado sin supervivientes, los
tiraban al agua o a una sima inaccesible.
Allí, lejos de la
ciudad, yacería insepulto como las bestias, y con las bestias confundido, en
una suerte de regresión forense al estado animal al que había llegado al
abandonar la humanidad, es decir, al matar o dejar morir a sus padres, a
quienes debía la vida. La impiedad excluía al culpable del espacio de lo humano
y, por consiguiente, no merecía ni recibía piedad alguna.
Sólo la sociedad
cuyos individuos convierten la deuda de la existencia que les une con sus
padres en el sentido deber de cuidarlos implementado también en el orden de sus
servicios públicos, por gravoso que sea, puede ser una sociedad de hombres
libres, es decir, con deberes y deudas que saben atender y que los hacen
tratables y leales entre sí. Por eso, cuesta escuchar hoy algunas noticias sobre instrucciones públicas y opiniones sobre triajes (+) o supuestos criterios de racionalidad médica sin pensar
que, en efecto, la piedad es lo que nos distingue de las bestias y sin sentir
el furioso coraje romano ante la impiedad.
Nadie que sienta
sobre sí ese deber entrañable tiene dudas acerca de si un país tiene que empobrecerse o no
para poner a salvo a sus conciudadanos más expuestos por ser mayores. Nadie que
no haya arrancado de sí lo que le une con la humanidad de la que nació se
plantea que hay vidas que cabe sacrificar para preservar el bienestar de los
sobrevivientes menos vulnerables. Nadie, al menos, que no merezca aquella furia
romana.
Que unos cuantos
sujetos crean anteceder en el derecho de los cuidados públicos a otros por
razón de su edad y productividad, o que algunas administraciones lo propongan, es la prueba irrefutable de que el progreso
material y tecnológico puede ir asociado a la barbarie más detestable. Deberían
ser confinados y que les hicieran memorizar textos clásicos de nuestra
tradición. Por ejemplo, aquel donde Virgilio cuenta que Eneas en plena debacle
de Troya, demorando su huida, cargó con su anciano padre Anquises mientras le
decía, “¡Ea, padre querido, pronto! Sube, te doy mis hombros. Vengan azares,
uno ha de ser para los dos el riesgo y la salvación”.
Por eso la piedad
era también la virtud cívica y política por excelencia, y no se dirigía solo a
los ascendientes familiares, sino al país mismo al que uno pertenecía y dónde
la propia vida y la de los suyos se había hecho posible. Y de ahí que las
propias obligaciones respecto de los demás se convirtieran en un asunto de
importancia reverencial: cumplir religiosamente con lo debido, también pagar las deudas y los impuestos, es estar en paz con lo demás y, por consiguiente, poder vivir en
una sociedad en paz.
Pero la piedad
incluía otra dimensión que conviene considerar en estos días y que se puso de manifiesto
en la extraña pero célebre historia de un tal Claudio Pulcro. Perteneciente a
una de las familias patricias más destacadas, y nombrado por Roma para dirigir
su flota, fue acusado de impiedad por ordenar un ataque sin pararse a
considerar las muchas circunstancias desconocidas que podían convertir su
acción en arriesgada. Es decir, se le acusó de impiedad por impericia, por una
negligente falta de previsión.
Quien gobierna
tiene la obligación de tener la mirada puesta en lo que todavía no se ve, y de
estar en constante vigilia ante lo imprevisible. Como los guardianes a cuya
responsabilidad los demás entregan la paz de su descanso, los que gobiernan no
pueden dejar de mirar allí donde los demás no miran. Para eso les damos el
poder y todos los medios a su disposición. No basta con decir que era
imprevisible, o que nadie más lo vio venir, porque el guardián está en su
puesto debidamente elevado y protegido para ser el primero en verlo y avisar de
lo imprevisible.
Negligencia
significa, como recuerda Ortega, lo contrario que diligencia: el cuidado que
pone quien sabe que no lo controla todo y que todo su poder y saber (y el de
los ‘expertos’) no basta para poner a salvo lo que se le ha encomendado, de
manera que pone en lo que hace todo el desvelo para protegerlo de lo
imprevisible y hasta de lo improbable. Lo demás es incuria, negligente incumplimiento
del deber y la confianza recibida, impiedad dirían los antiguos.
El negligente es
el que no ha satisfecho su deber precisamente en circunstancias imprevisibles
para las que no estaba preparado, y, por consiguiente, no ha hecho lo
suficiente (satis factum) por cumplirlo exacta y perfectamente. Y como
todos los que no satisfacen sus deudas es un insolvente.
Es verdad que puede
ser difícil estimar dónde está el límite de la previsión inexcusable, y que el
dolor suele buscar culpables sin demasiados matices. Pero excusarse detrás de
la “ciencia” y los expertos no es buena señal. Sobre todo si uno es un
político, pues la responsabilidad (y el talento) de gobernar consiste,
precisamente, en tomar decisiones cuando la ciencia y los expertos no son
capaces de despejar todas las incertidumbres, que, por cierto, es la mayoría de
las veces.
Suele ocurrir que
quien hizo realmente todo lo posible, en vez de exculparse se lamenta por no
haber podido salvar a todos. Otros preparan
ya su alegato de exculpaciones.
(+) Este texto extracta el contenido del capítulo III, "La piedad" del libro "Teoría de la Cordura y de los hábitos del corazón", Pre-Textos, 2010.
(+) Nota sobre los triajes
La aplicación de triajes o clasificaciones de prioridades médicas en las que se incluyen variables no patológicas como la raza, la religión o el seguro médico son, en sí mismas, una forma de barbarie incalificable. Como lo son igualmente los triajes que incluyen variables biológicas como la edad o el sexo tomadas por sí solas como criterios excluyentes o cuasi decisivos.
Es cierto que en situaciones de trágica falta de medios, los médicos tienen que decidir ateniéndose a criterios médicos como el diagnóstico y el pronóstico razonable, y que de uno y otro puede formar parte la edad, si bien nunca considerada como un criterio absoluto o decisivo por sí solo, pues entonces deja de ser un criterio médico para ser mera exclusión de personas, que favorece a unos en detrimento de otros, precisamente los más vulnerables y dependientes de nuestro cuidado.
De ahí a los triajes según el coste social de una dependencia o patología crónica no dista mucho. Y solo un poco más allá está la selección según el grado o tipo de estudios, el sexo, las cualificaciones profesionales o de cualquier otro tipo según las prioridades que fije un Estado o el sistema productivo de un país, cuando no la arbitrariedad o el sectarismo individual.
Tal vez no haya más remedio que asumir la trágica inevitabilidad de que los profesionales médicos hagan triajes entre cuyas variables figure razonablemente la edad. Pero, cuando sea posible, habrá que revisar con detalle si esa escasez de recursos habría podido ser o no satisfecha por la diligencia previsora de los responsables de la situación en todos los niveles técnicos y políticos.
(+) Este texto extracta el contenido del capítulo III, "La piedad" del libro "Teoría de la Cordura y de los hábitos del corazón", Pre-Textos, 2010.
(+) Nota sobre los triajes
La aplicación de triajes o clasificaciones de prioridades médicas en las que se incluyen variables no patológicas como la raza, la religión o el seguro médico son, en sí mismas, una forma de barbarie incalificable. Como lo son igualmente los triajes que incluyen variables biológicas como la edad o el sexo tomadas por sí solas como criterios excluyentes o cuasi decisivos.
Es cierto que en situaciones de trágica falta de medios, los médicos tienen que decidir ateniéndose a criterios médicos como el diagnóstico y el pronóstico razonable, y que de uno y otro puede formar parte la edad, si bien nunca considerada como un criterio absoluto o decisivo por sí solo, pues entonces deja de ser un criterio médico para ser mera exclusión de personas, que favorece a unos en detrimento de otros, precisamente los más vulnerables y dependientes de nuestro cuidado.
De ahí a los triajes según el coste social de una dependencia o patología crónica no dista mucho. Y solo un poco más allá está la selección según el grado o tipo de estudios, el sexo, las cualificaciones profesionales o de cualquier otro tipo según las prioridades que fije un Estado o el sistema productivo de un país, cuando no la arbitrariedad o el sectarismo individual.
Tal vez no haya más remedio que asumir la trágica inevitabilidad de que los profesionales médicos hagan triajes entre cuyas variables figure razonablemente la edad. Pero, cuando sea posible, habrá que revisar con detalle si esa escasez de recursos habría podido ser o no satisfecha por la diligencia previsora de los responsables de la situación en todos los niveles técnicos y políticos.
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