La ALEGRÍA



No abundan las representaciones pictóricas de la alegría. De hecho, en este punto el arte abstracto y la fotografía parecen tomar la delantera a la pintura clásica y figurativa que suele recurrir a escenas de bailes y festejos. Ciertamente, la fiesta es la institución cultural de la alegría, pero podía esperarse que la pintura hubiera intentado mirar a los ojos a la alegría abundando en retratos y no solo en lo que Nietzsche llamó el «gesto pleno» del baile. Ha sido más bien la música la que se ha atrevido con esa ingrávida y expansiva pirueta que es la alegría.
El asunto tiene interés porque forma parte de la alegría su expresión. Una alegría inexpresada por el disimulo, por ejemplo, es una alegría que no se ha dado a sí misma su forma. Incluso podría decirse que la tristeza es inexpresiva (su gesto es el decaimiento del gesto) mientras que de la alegría forma parte esencial su expresión. Por eso busca la plenitud de su gesticulación en el movimiento, la mueca, el baile y el canto.
Tampoco la filosofía parece haberle prestado particular atención a la alegría. Santo Tomas dice que forma parte del gozo y “se dice por la dilatación del corazón, cual si se dijese anchura (latitia)”. También Descartes, que llega a afirmar que no ve en ella «nada especialmente destacable», la concibe como una clase de gozo que incluye el «dulce» alivio por recordar los males pasados.
Sin embargo, Descartes coincide en lo esencial con la tradición escolástica cuando se refiere a la emoción ante un bien presente que nos da alcance («que se nos representa como perteneciéndonos», dice el filósofo francés). En efecto, quedar afectado por un bien presente desencadena el movimiento –la emoción- de su afirmación que es la alegría, cuya sustancia es ella misma expresiva y, por tanto, comunicativa. Es decir, algo así como una ‘dilatación del corazón’ o ‘ensanchamiento’ de los que hablaba el teólogo, y que convierten a la alegría en el hiperconductor -y, por tanto, en el hiperconector- de los asuntos del ánimo y el animus, el alma.
Se entiende que el encuentro con amigos, la presencia y preservación de lo amado, la curación de una enfermedad, el final de una amenaza, la belleza misma del mundo o el hecho de estar vivo y el ejercicio de la potencias físicas y cognitivas son todas ellas fuentes de alegría. La alegría se nos presenta, por tanto, como la emoción ante el esplendor de la realidad y de su conservación en tanto que nos incluye o incorpora, y no solo en tanto que propia.
Ese 'quedar incorporado' es crucial para entender nuevas dimensiones de la alegría, tal y como hace Spinoza cuando la piensa como el sentimiento derivado de la intensificación de nuestra realidad -de nuestro «potencial»-, consiguiente a un encuentro o relación. La tristeza sería exactamente lo contrario: el sentimiento asociado a su disminución o decaimiento. El interés de estas visiones viene, además, de la idea de potencial que se puede resumir en algo así como intensidad de realidad y su consiguiente capacidad.
La idea del filósofo íbero holandés es que hay personas, acontecimientos y cosas cuya relación intensifica nuestro potencial o realidad, mientras que otros lo disminuyen. Buscar los primeros y eludir a los segundos sería para Spinoza tanto una inclinación razonable como éticamente recomendable.
Todo lo anterior tiene límites y deformaciones muy obvias como, por ejemplo, que puede derivar en un sentimentalismo reactivo e inconsistente que deambula entre relaciones agradables mientras lo son. Pero esconde la idea de que hay relaciones que no se limitan a sumar lo de uno y otro, sino que multiplican mutua y positivamente a los que las mantienen, y que la alegría es también la emoción que surge de esa experiencia.
A esa visión se le ha buscado dimensión política mediante la idea de «multitud» o la multiplicación del poder (la realidad) de los que se movilizan y que supera con mucho la mera suma de sus individualidades. Lo sorprendente del caso es que son radicalismos democráticos los que la esgrimen, cuando es obvio que supone una elusión de la forma plebiscitaria de la democracia en la que cada hombre es un voto. La llamada «revolución de las sonrisas» o las movilizaciones festivo políticas son variantes de la misma estrategia que, en el fondo, tienen un sesgo inevitablemente revolucionario camuflado en un supuesto buen humor.
Sin esta idea de que la multitud reunida se constituye en sujeto capaz resulta difícil entender cómo, por ejemplo, los nacionalismos y los populismos siguen hablando de sus afines como «el pueblo», cuando es obvio que al hacerlo ningunean a buena parte de la ciudadanía que no comparte sus posiciones. Y es que la multitud se pretende sujeto de una «alegría» política que intensifica su poder convirtiéndose en el agente político supuestamente decisivo y legítimo. Es la democracia de las calles y las manifestaciones, de los referendos ilegales, de los activistas y la 'concienciación'.
Es cierto que la democracia misma al otorgar el poder a los que solo son la mayoría se conduciría así, es decir, multiplicando por encima de su mera suma el poder de los que se reúnen en una multitud que alcanza a ser mayoritaria. Por eso, conviene no olvidar que el tratamiento de las minorías resulta tan esencial a una sociedad democrática como el poder logrado mediante mayorías. Y que las mayorías se convierten en despóticas y multitudinarias, es decir, tumultuosas, por formal que sea su acceso al poder, cuando se arrogan un poder liquidador no ya de los derechos, sino del punto de vista de las minorías.
En cualquier caso, esa idea de multitud política no sería más que un caso de la concepción dominante entre nosotros de la alegría como algo sobrevenido y consiguiente a un encuentro multiplicador de nuestra vitalidad, es decir, multitudinario. De ahí, creo yo, el éxito de los festivales y conciertos en los que la masificación y hasta el hacinamiento no aguan la fiesta, sino que la constituyen. Y otro tanto ocurre entre los aficionados a competiciones deportivas en sus estadios repletos y tronantes, en los que se experimentan agentes de un poder y de unas emociones multiplicadas -empoderadas, se dice ahora- multitudinariamente.
En todo lo anterior hay mucho de certero. Por ejemplo, es del todo cierto que la alegría no es tanto algo que uno hace como algo que a uno le pasa, y que la suma de la vida de otros intensifica la nuestra hasta formar parte principal de su plenitud. Y sobre todo es verdad, me parece a mí, que la alegría es la manifestación del crecimiento, y en términos físicos incluso del vigor sin merma u obstáculo.
Fue Aristóteles el que sentenció -desde su genial vitalismo meridional- que el placer perfecciona a la operación que lo produce: percibir, comer, moverse, por ejemplo. Pero, que yo sepa, no dijo nada al respecto de cuál era el placer que perfeccionaba al crecimiento, y en ese punto es dónde podemos dejarnos llevar por Spinoza: la alegría es el gozo del crecimiento. Aunque, más propiamente habría que decir que la alegría para Spinoza es la que se sigue del crecimiento por multiplicación.
Y así es como llegamos al lugar donde todo comenzó: el “creced y multiplicaros” bíblico no habría sido más que una invitación a la alegría; un mandato que cabría resumir en algo así como “vivid alegres” en la medida de la abundancia posible según el crecimiento y la multiplicación de la que los hombres sois capaces en compañía unos de otros. Así que forma parte de la alegría de la vida su multiplicación, no solo en hijos como se ha entendido habitualmente, sino en multitudes cuya presencia intensifica el potencial de los reunidos más allá de su mera suma.
Resta todavía una precisión, aunque esencial. Hay un crecimiento que propiamente hablando no se produce por multiplicación, aunque se intensifica con su multiplicación con otros: el crecimiento interior, el que se forja en y mediante lo que cada uno hace de su vida y consigo mismo, aunque sea en relación con muchos otros. De ahí surgen la alegría y la tristeza que, más allá de los estados físicos, notifican el incremento o la disminución de uno mismo que se sigue de lo que hacemos y, en última instancia, de lo que somos.
Y es que si bien la alegría es más algo que nos pasa que algo que hacemos, eso no significa que la alegría realmente sustantiva no se siga de lo que hacemos, aunque sea remotamente y como por condensación. Sin esa alegría cuya fuente es interior, los individuos se vuelven centrífugos y convierten la multiplicación de uno mismo que ofrece la multitud en una alienación compensatoria, que nos conduce a formas sublimadas y enfáticas de militancia política o de afición deportiva, o a los conciertos musicales de emociones y todas las formas multitudinarias del ocio.
Cabe pensar, pues, que la alegría es el sentimiento asociado al crecimiento y a la unidad de los que crecen juntos y lo hacen posible entre sí en torno a un bien presente. Esa alegría de la vida como crecimiento y multiplicación es la que cala hasta los huesos, por así decir, y como por decantación va tomando la forma tranquila de la felicidad y el contento de una vida.


Comentarios

  1. Excelente. Me ha recordado el comienzo de Guerra y Paz.

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  2. Hola Peter von Weisss, no he leído (todavía) Guerra y Paz así que no me hago cargo de la semejanza, pero casi mejor me la explicas ... en el jardín. Abrazo

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