Breve antropología del BAÑO.
El hombre es
un mamífero terrestre al que le gusta retozar en el agua. Esas pretensiones
anfibias de nuestra especie dan lugar a la mayor de todas las migraciones
estacionales en el reino animal hacia las riberas de las grandes masas
acuáticas del planeta.
Es cierto que se trata de una costumbre relativamente reciente, pero la
imposibilidad física de vivir lejos de una fuente de agua ha servido de ocasión
para una enorme variedad de relaciones con el agua tan antiguas como la
historia de nuestra especie. Así que esa dimensión simbólica o cultural no ha
hecho más que multiplicar los sentidos en los que el hombre no puede vivir
lejos del agua.
De hecho, llevar el agua a algún lugar es tanto como hacerlo habitable y
convertirlo en fértil porque allí todo puede crecer y multiplicarse. Donde hay
agua hay tiempo disponible, es decir, futuro. Por algo buscamos fuentes de agua
en los lugares más remotos de nuestro planeta o de cualquier otro planeta que exploramos.
Pero en muchos lugares el agua es un bien escaso que hay que conducir trabajosamente
a través de largas distancias y almacenar con cuidado. En esas condiciones se
hace visible un rasgo tal vez común pero menos explícito en cualquier otra
circunstancia: el baño es, para empezar, una celebración de abundancia. Se
trata de la celebración de una riqueza primordial, a saber, la del elemento del
que depende toda supervivencia, prosperidad y bienestar.
De ahí que «caudal» sea tanto la abundancia de agua que conduce un
torrente o un río como la riqueza disponible por un sujeto. Y otro tanto
ocurre, por ejemplo, con «raudal» que significa directamente abundancia en
general y en primer lugar de agua. Disponer de un caudal de agua, sobre todo si
es para el baño, es un completo lujo al que nos hemos acostumbrado, pero que
pese a su popularización sigue siendo una de las formas elementales de
sofisticación civilizatoria.
Así que disponer de agua para el baño es, en todos sus sentidos, una
fortuna, esto es, la suma de buena suerte y abundancia. Y ambas las
experimentamos aunque sea casi desapercibidamente al disfrutar
del hecho elemental de poder entrar y salir de las aguas.
De esa afortunada disponibilidad de agua y de vida de la que han disfrutado los habitantes de las riberas, los señores de los oasis o los ciudadanos
romanos en sus termas, disfruta hoy casi inconscientemente el desprevenido
bañista playero o ‘piscinero’. Incluso en ellos cabe apreciar algún resto de la señorial sociabilidad que suscitaban las termas o los baños públicos, y que se manifiesta en el gusto por la conversación educada entre bañistas.
Pero lo anterior pone al
descubierto otra clase de riqueza implicada en la disponibilidad de agua: el
baño no solo requiere un cierto caudal de agua, sino la posesión de vida «a
raudales», al tiempo que parece producirla o regenerarla. De ahí, seguramente, que
la fascinación por las inmersiones acuáticas tenga precedentes tan
antiguos como nuestra memoria, y que arrebate en mayor medida a los que
disfrutan de mayor vitalidad, y a los niños en primer lugar.
La inmersión
acuática es una especie de regreso al seno o a la «fuente» de la vida, al elemento
líquido que la nutre y repone revitalizándonos. De ahí las implicaciones del
baño con la vitalidad y la alegría, aunque sea en su dimensión más orgánica. Santo Tomas recomendaba un buen baño
caliente y dormir como parte de las soluciones contra la tristeza y los
decaimientos sobrevenidos. En efecto, el triste rehuye el baño como rehuye
interiormente la posibilidad de poner pie firme en la realidad y volver a empezar.
Cuando Tales de Mileto, el primer filósofo, señaló
al agua como el principio de todo el universo (arjé), estaba elevando a
categoría cosmológica la experiencia multisecular de nuestra especie con el
agua, que la bioquímica moderna no ha hecho más que confirmar: el agua está en
el principio de vida. Los propios organismos vivos son agua en su mayor parte y, en ese sentido, la pérdida de la vida es también un proceso de deshidratación. Volver a ella es volver al origen, aunque sea ritual o
simbólicamente. Freud agregaría, sin
dudarlo, que es regresar al refugio líquido del seno materno.
Ese regreso renovado
al principio de las cosas y más en particular de las vivientes, se cumple cada vez
que alguien dice sentirse «como nuevo» por los efectos regeneradores del baño.
Hasta el desapercibido bañista que sale de las aguas repuesto se experimenta,
en efecto, repuesto en el principio, renovado y como a salvo del daño del
tiempo y del cúmulo de la vida.
Por eso resultan
tan sugerentes las asociaciones con el sueño que rodean al baño. Ciertamente,
para muchos el baño señala a diario la frontera entre el tiempo del sueño y el
de la vigilia como si el agua mediara fluyendo entre ellos. Pero no se trata
solo de esas analogías limítrofes entre uno y otro, ni del tópico –bastante
real- de que el baño produce sueño por ese derroche de vitalidad que induce. Sino
de que parezca que el baño nos acerca al principio al que también nos regresa
el sueño: la paz del principio restaurado y vuelto a hacer nuevo.
A esa inocencia
se vuelve mediante la limpieza que elimina las manchas y fealdades sobrepuestas
y es la representación simbólica de un renacimiento. Eso es lo que representan
todos los ritos acuáticos de purificación como los baños sagrados en el río
Ganges, las abluciones islámicas o el bautismo cristiano, que toman los efectos
naturales del agua como signo de los efectos espirituales de la purificación y
el perdón.
Quedar cubierto
por las aguas es volver a la indiferenciación de lo que carece de forma propia
como el agua. Por eso, resurgir de entre las aguas es como volver a la propia realidad
una vez repuesta en su forma primera, renovada y esplendida. Así surge Venus
del mar en la mitología greco latina (y Ursula Andress en la filmografía moderna). El baño saca a la luz las cosas y así las muestra en todo su esplendor. Y eso mismo es lo que significó para el
mundo el Diluvio en las numerosas tradiciones culturales que lo mencionan: la
recreación purificada del mundo.
Además, el agua
limpia y nos reduce a nuestra desnuda realidad. Seguramente por eso también
decimos haber dado un buen baño a quien ponemos en su lugar, chorreando los
oropeles mojados con los que se había adornado. Pero esa desnudez es la ocasión
para, tal vez, el más feliz efecto del baño: la falta de defensas de la piel humana y
su enorme capacidad sensible establecen un continuo entre el cuerpo y el agua
que nos fusiona benignamente con el mundo, al que, pese a todo, todavía cabe
experimentar como nuestra casa.
El baño suspende
y modifica las condiciones físicas de nuestra presencia corpórea en el mundo,
y convierte la tórrida severidad del verano en ocasión para el reencuentro
con el mundo. El verano hace habitable el agua en sus torrentes, lagos y
océanos, al tiempo que el agua hace habitable el verano aligerándolo. Así que
el verano ensancha la habitabilidad de los lugares del planeta al mismo tiempo que el agua
extiende la habitabilidad de las estaciones del clima.
Pero, pese a nuestras nostalgias anfibias, permanecemos mamíferos terrestres y nuestra habitabilidad del agua es siempre parcial y estacional. De hecho, encontrar refugio
en el agua frente a la tórrida combinación estival de la luz, la tierra y el
aire, es como encontrar una fórmula perfecta pero fugaz de habitabilidad del mundo desde y
en el agua, desde esa líquida abundancia de nuestro planeta que reestrena
nuestra vitalidad.
Jesús explica a Nicodemo que es preciso volver a nacer de nuevo, por el agua del bautismo. Así somos regenerados en Cristo, nos revestimos de Cristo, nos transformamos en Cristo porque nos habita su Espíritu de hijos de Dios Padre. Es preciso alcanzar esa nueva relación con Dios para trabajar en su viña y dar fruto por medio de la Cruz.
ResponderEliminarSuena repetido, parece ilusorio pero es el secreto desvelado de nuestra más íntima realidad.
"...volver a nacer de nuevo, por el agua..." En efecto, de eso va el texto. La sacramentaria dice, si no recuerdo mal, que la gracia actúa mediante los signos naturales: agua, oleo, pan, vino, gestos, palabras. Entender el significado antropológico de su historia cultural es útil. A mi me interesa, además, entender todo lo que hacemos: comprenderlo es vivirlo.
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