Consideraciones ANTROPOLÓGICAS sobre la EUCARISTIA
Consideraciones antropológicas sobre la Eucaristía (historia, cultura, existencia).
Si no se es teólogo sino filósofo, como es mi caso, y se va a hablar de la Eucaristía desde la perspectiva de la antropología filosófica, es claro que buena parte del misterio del sacrificio eucarístico se nos quedará fuera de nuestro campo de visión. No obstante, radicados en el punto de vista de la filosofía del hombre y de la cultura -ampliado por la teología- se puede hablar de la Eucaristía al menos en tres órdenes o niveles entreverados: el histórico, el cultural y el antropológico o existencial.
1. En el orden de lo histórico la Eucaristía
requiere que ampliemos la escala de nuestra consideración tanto como
es posible. Es decir, hay que pensar la Eucaristía en el marco que suponen la
creación divina del hombre, el pecado original y la historia consiguiente hasta
el final del tiempo. Cualquier otro marco temporal se queda pequeño para
considerar la Eucaristía porque ésta se nos propone como un hecho de la
magnitud del principio o el final de la historia de los hombres (y del cosmos).
Por la tradición
y los textos bíblicos creemos que Dios estaba presente para los hombres en el
paraíso –que en su sentido primordial implicaba precisamente eso: la presencia
y compañía de Dios-. El paraíso dejó de serlo porque el hombre perdió la
presencia de Dios, su visión directa y su compañía. En el mundo y desde
entonces el hombre está inmerso en una cierta ‘ausencia’ de Dios, o mejor, el
hombre y el mundo están penetrados de una cierta distancia respecto de Dios[1].
De hecho, el tiempo al que el pecado y la salida del paraíso dieron comienzo
puede ser entendido así, como el tiempo de la Ausencia.
La tradición
cristiana afirma que Dios regresó al mundo –e inició el regreso del mundo hacia
Él- en la Encarnación. Volvió al mundo y volvió como hombre y, por tanto,
asumiendo esa cierta distancia que el mundo es desde el pecado respecto de
Dios: la muerte, la injusticia, el sufrimiento, la soledad, la fugacidad quebradiza de todo lo hermoso. Pero la asumió como
víctima y no como autor. Y así, padeciendo al mundo y al hombre como su víctima
se entregó -Cordero e Hijo- en ofrenda de reconciliación con Dios. No obstante, su regreso,
precisamente porque lo hizo como hombre, tuvo su final en un preciso momento
(cuando ya resucitado subió a los cielos). Desde entonces Dios ya no está
presente como hombre con su cuerpo visible y a nuestro alcance, de modo que, en
cierto sentido, el tiempo de la Ausencia parece persistir. Y sin embargo, está
presente de un modo nuevo en el mundo, de un modo misterioso pero real, con su
cuerpo y su sangre y su persona en la Eucaristía. Y de ahí que, también
misteriosamente, el tiempo de la Ausencia ya haya tenido fin, y misteriosa pero
realmente los dones del paraíso –la presencia real de Dios- hayan sido restaurados, de modo
que las delicias de las que el hombre disfrutó han sido restablecidos, si bien veladamente: la
cercanía de Dios y su compañía, la salud y la victoria sobre la muerte. Ese modo
misterioso es la Eucaristía: la presencia real en la ausencia aparente. Es el tiempo de la Eucaristía, en el que Dios ha vuelto a estar realmente presente en el mundo, realmente
accesible al corazón del hombre como su compañía. La presencia real de Cristo
en la Eucaristía cierra el tiempo de la Ausencia de Dios y el de la pérdida del
hombre.
Cristo enmienda
a Adán, e instaura un tiempo y un mundo nuevo pero sin aniquilar el tiempo y el
mundo de Adán, si bien sí suspende su oclusión insuperable para
el hombre. Para mantener la libertad del hombre, la presencia de Dios tiene que
tener sus proporciones (proporcionarse al ser del hombre), es decir, tiene que
dejar ser libre al hombre frente a Su presencia, que por ello tiene la forma velada
del misterio: la delicadeza de Dios con la libertad humana. En la Eucaristía Dios no impone su presencia al hombre, pues en
el misterio nada fuerza a la conciencia que puede reconocer o no la presencia allí de
Dios.
No es mera cortesía divina, por así decir, sino que la presencia de Dios es de tal naturaleza que ante Él solo se puede estar libremente; esa es la razón de las ‘pruebas’ que todos los seres libres han de pasar, ya sean ángeles u hombres; y esa es la razón también de que su nueva presencia entre nosotros sea un misterio. Dios no pone pruebas para ver si el hombre cae en la trampa, o para ponérselo difícil o evitar que lleguen a ser como Él. Dios crea seres libres y, por tanto, seres cuyo destino les pertenece. Por la naturaleza de Dios y la de los hombres, éstos para estar junto a Dios han de quererlo por sí mismos, libremente; y han de poder no quererlo, y ha de haber un lugar hecho de la ausencia de Dios: la existencia del infierno es la verificación de la existencia de la libertad del hombre.
Nadie está con Dios sin quererlo; y haber sido creado libre significa en primer lugar
poder estar en presencia de Dios con la forma de la compañía, es decir, del ser
que se ‘persona’, que se hace presente desde sí. Ante Dios, ‘hacerse presente desde sí’ es tanto como alabarle
porque ninguna otra cosa puede hacer un ser libre en Su presencia que romper a cantar. Por eso, si se entiende bien, puede decirse
que Dios hizo al hombre y a los ángeles para
que le alabaran, es decir, para que disfrutaran libremente de la felicidad de Su presencia, ya sin soledad, ni dolor, ni muerte.
Así pues, para
que el hombre pueda acompañar a Dios libremente en el mundo se requiere que su
Presencia sea misteriosa. “Poner
pruebas” es la forma negativa pero sinónima de decir “crear seres libres”: si
las creaturas son realmente libres tienen que elegir por sí y desde sí mismas
la presencia de Dios. Crear seres libres es, por tanto, exacta y
simultáneamente dar ocasión para preferir eludir la presencia de Dios.
La Eucaristía es la forma misteriosa pero real de la Presencia de Dios en la historia, en el tiempo y para –respetar- la libertad del hombre (según la forma de la libertad del hombre en el mundo). Pero aunque no suprime la historia, de algún modo restaura el paraíso y repone sus dones: la superación de la muerte, la salud y la compañía de Dios. Los bienes del paraíso ya se pueden encontrar de nuevo por entre las veredas del mundo. Ratzinger dice (en Creación y pecado) que “la cruz es el árbol de la vida nuevamente accesible” [2]. De modo que, asumiendo la imagen del relato del Génesis, cabe decir que el árbol de la Vida que crecía en el Paraíso ha sido replantado y retoña ya en el mundo; es la cruz de Cristo clavada en el Gólgota. Del “árbol de la cruz” brota de nuevo el fruto comestible del árbol de la vida, a saber, la Eucaristía, pues quienes lo comen no enfermaran ni morirán ni serán abandonados de Dios cuya compañía gozan ya.
En el mundo, por tanto, crece de nuevo un retoño del árbol
de la Vida, pero ahora, a diferencia de lo que ocurrió en el paraíso, sus
frutos están a nuestra disposición de modo que quien come de ellos “no morirá
para siempre” porque la muerte, aunque parece someter al hombre, en realidad ha
sido ya vencida.
El árbol de la
Vida ha sido replantado con la forma misteriosa de
Cruz clavada sobre un mundo convertido
en Gólgota, lugar de la calavera. Pero un mundo en cuya cima crece ahora un árbol vivo de
donde cuelga el fruto de la vida porque la muerte, el llanto y el dolor ya no
son el final de todo.
Y así la
Eucaristía se presenta también como la consumación de todo trabajo humano, una
de cuyas dimensiones es la restañación de los daños de la caída: evitar el frío
del mundo que ha dejado de ser Edén, eludir las amenazas de las bestias y de
las fuerzas del universo, mitigar la escasez y generar los frutos que la tierra
ya no da en abundancia, reunir a los hombre y evitar la disgregación de todos y
de cada uno y, sobre todo, poner límite al poder de la noche y de la muerte[3].
En todo trabajo humano hay latente pero ejecutivo un memorial del paraíso que
en la Eucaristía alcanza un inopinado exceso: no es solo el paraíso sino
el cielo lo que nos cabe esperar y lo que misteriosamente está ya aquí.
Si la
Eucaristía es memoria del paraíso en tanto que repone la presencia de Dios, es
también y al mismo tiempo prenda del Cielo, de la salvación: no solo restaura
el principio sino que adelanta el final como prenda de un futuro insólito, sin
precedente. Y es que el futuro, la salvación, no es un mero regreso o
reposición del principio o del paraíso. El hombre no regresa solo a la compañía
de Dios como su creatura, sino más allá de la mera compañía, a la intimidad (familiaridad,
koinomía en griego) de Dios, pues en
y por Cristo –en la Iglesia y por la Eucaristía- puede llamar ya Padre nuestro a Su
Padre. Y por ello desde que Dios está de nuevo entre nosotros el hombre puede
volver a ser como fue “en el principio”: el hombre y la mujer pueden volver a
estar desnudos entre sí y conservar la inocencia (en el matrimonio), y no
esconderse ante la cercanía de Dios (por el bautismo y la penitencia), y que
sus ofrendas sean aceptadas por Dios (por el sacerdocio), y sobrevivir a la
enfermedad (por la unción de enfermos) y a la debilidad (por la confirmación).
Y así los sacramentos, todos con raíz en la Eucaristía, restituyen los dones
originales, pero también los desbordan, de modo que el
cielo también está ya en este mundo, real aunque misteriosamente[4]: Anni salutis reparatae (los años de la
salud restablecida).
En la Eucarística está resumido y alcanzado el principio y el fin
del universo; recapitulación y cumplimiento: restauración del principio, el
paraíso, y participación adelantada del fin, de la salvación en el Cielo. Paraíso,
Cielo y tiempo de la Ausencia se simultanean en la Eucaristía porque el tiempo
de la Eucaristía es el que media entre la primera y la segunda venida de
Cristo, entre la partida del resucitado y su regreso triunfal: los años de la Presencia real en medio de la Ausencia aparente.
2. En el orden cultural[5]
la
Eucaristía también nos exige remontarnos a los inicios mismos de la cultura
humana. El hombre es el animal que entierra a sus muertos; ninguno otro lo hace
porque ninguno otro experimenta que con respecto al muerto le quedan deberes y
obligaciones una vez que ya está muerto. Es decir, para el sapiens la muerte no suspende las obligaciones que tenemos con
respecto a nuestros muertos que, por ello mismo, quedan expuestos a los
beneficios de lo que hagamos por ellos y de algún modo pendientes de que
cumplamos nuestras obligaciones respecto de ellos[6].
En las sepulturas y en tanto que la ‘religión’ –de religare,
mantener unido- es mantener la relación tras la división primordial, es decir,
tras la muerte, la religión se muestra en su forma primera y antropológica que es
funeraria: el doloroso recuerdo de los muertos entre los vivos convertido en culto.
En la sepultura
el hombre localiza a sus muertos, esto es, los convierte en lugar[7], y
al preservarlos localizables la sepultura hace las veces del cuerpo postmortem: localiza al muerto y
materializa la obligación -y el consuelo- del cuidado. En tanto que el muerto pasa a estar en
un lugar que toma su nombre, éste se segrega del resto equivalente de lugares, y
se levanta –con frecuencia también físicamente- destacándose. Excluir el lugar
de la sepultura de cualquier otro uso, segregarlo y destinarlo a la misión de
ser el lugar donde podemos encontrarnos con el muerto supone una consagratio natural, una localización
del punto en el que este mundo, el de los vivos, se toca con el otro, con el de
los muertos. De ahí que cada sepultura sea un horizonte interior, un límite y
un contacto con el ‘más allá’.
Pero en la
sepultura, el lugar con los restos, los recuerdos y el nombre del
muerto, el muerto no está sino como muerto, es decir, ausente. Lo que
encontramos allí no es al muerto sino su ausencia, pues lo que la sepultura
mantiene erigido es el recuerdo de que su ausencia es ya irreversible porque el muerto está muerto. Cuando vamos al encuentro del muerto, lo que
la sepultura nos hace presente es su invencible ausencia. Nunca antes del hombre tuvo lugar en el cosmos una ausencia. De hecho, el mundo es el cabe, el dentro que le abre el hombre al mundo en el que caben los muertos, su ausencia (y la de los vivos en el espacio que llamamos casa; y la los dioses en el que llamamos templo).
Ahora bien, un
lugar que lleva el nombre del muerto y que ha sido separado de cualquier otro
uso, es por sí mismo una invocación y una llamada como lo son todas las voces o
los lugares que ‘dicen’ nuestro nombre en nuestra ausencia. En la sepultura el
muerto ‘brilla por su ausencia’, y ese brillo es una invocación. Y de ahí que
aunque ausente de su sepultura, ella sea el lugar del ‘(des)encuentro’ entre vivos y muertos. El
llanto y el gemir de los vivos pronuncian el nombre de los muertos allí donde
su ausencia se hace insoslayable. Y de ahí también que las sepulturas sean el
primer y nativo[8]
monumento en la historia de la cultura humana, su primera edificación, porque muñen –del latín monere de donde deriva ‘monumento’- la reunión de los vivos y de
los muertos y religan la separación primordial. Sin embargo, todo monumento
humano es sepulcral porque no puede dar lugar a la presencia del invocado y
mucho menos del muerto, sino dar cabida a su ausencia.
En tanto que lugar separado y excluido de los usos comunes la sepultura no solo es la primera forma de consagración del lugar sino el origen prefigurante de los templos. Así como los ascendientes paternos eran invocados por las comunidades tribales, lo son también los poderes patrones protectores de las ciudades. Los dioses están en el templo como los muertos en su sepultura, es decir, ausentes, pero con la fuerza de una invocación que vuelve su ausencia patente y potente, es decir, capaz. Es esa patencia lo que ha elevado –templum-, delimitado y erigido el lugar para servir de localización del dios cuyo nombre invoca, y cuyos signos se escrutan en el cielo -se contemplan- desde allí. Y con los templos toda la religión se levanta en analogía a las sepulturas: religión de muertos y de dioses que están entre los hombres como los muertos, con su ausencia a un tiempo mitigada y verificada mediante ídolos: la religión en el tiempo de la Ausencia, entre la caída y la Encarnación.
Esos son los
templos que fueron destruidos junto con el Templo de Jerusalén y en su lugar se reconstruyó el nuevo templo tras
los tres días en los que el Resucitado estuvo entre los muertos para regresar y
fundar una religión de vivos y no de muertos. Pues en el templo cristiano su
carácter sepulcral aunque conservado -a menudo erigido sobre tumbas como San Pedro del Vaticano o como Santiago- ha cedido su lugar, pues está habitado por Alguien que ha vencido a la muerte y ha
resucitado. Y esa presencia, la presencia real del Dios vivo, es la Eucaristía.
Sin la resurrección el Cristianismo no pasaría de ser una religión
antropológica más, una obra de hombres, un monumento sepulcral en el que lo
divino habitaría con la ausencia de un lugar convertido por el hombre en
invocación.
Pero en la
Eucaristía la naturaleza sepulcral del templo (y la religión de muertos) ha
sido vencida porque Dios está allí, realmente presente, no en virtud del monumento
erigido por el hombre, que no puede ser sino un edificio vacío, sino del templo erigido por el Dios que es su
presencia viva en las especies eucarísticas. Más todavía: el templo verdadero
es (el mundo en) su Presencia. Así que cabe decir que lo que un templo
cristiano tiene de monumento –obra de hombres y de naturaleza sepulcral- se ha
transformado en canto y alabanza, y por eso no es extraño que quiera
representar la gloria del Cielo: el brillar de Dios por su presencia.
Tan solo un día al
año, el Viernes Santo, con los sagrarios vacíos remedan nuestros templos su
naturaleza monumental, sepulcral; tan solo ese día el templo nuevo parece
derruido y el mundo y el templo parecen regresar al tiempo de la Ausencia. Y es
ahí precisamente donde se deja ver que en el templo cristiano la naturaleza
sepulcral del templo está vencida y superada pero conservada. Por eso los
templos se levantaron originariamente sobre las sepulturas de mártires cuya
glorificación no negaba su muerte; y también por eso todavía hoy los templos
contienen reliquias de santos como las que se preservan en los altares
consagrados. Incluso cabría decir que la ‘ausencia’ perceptible de Cristo en
sus ‘accidentes’ respeta esa naturaleza sepulcral. Pero precisamente porque esta
preservada el templo cristiano mantiene la función sepulcral de hacer de horizonte donde el mundo se toca con el más
allá, pero ahora ya no solo como un clamor por la Ausencia hecho de llanto y duelo, sino como
un clamor por la Presencia como alabanza y adoración.
Y así es como el
mundo se restaura[9]
desde el templo cristiano -desde la Eucaristía en realidad- pues Dios ha vuelto a habitar el mundo y en su presencia
los hombres pueden volver a alabarlo y adorarlo ya en este mundo que puede,
aunque misteriosamente, volver a ser gloria, y el templo mismo se
convierte en ‘glorieta’, el jardín cercado donde las fuentes y los aromas de un
mundo bendecido se multiplican.
La Eucaristía se
presenta así como la transformación del mundo en templo, en el espacio de Su presencia real, y del hombre mismo en sacerdote. Todo el trabajo humano y
todo el esfuerzo del hombre por rehacer el mundo y escapar de los daños de la
caída, tienen en la Eucaristía su inopinada apoteosis -'divinización en griego'- porque Dios mismo los ha
asumido vivificándolos, encarnando el sacrificio y la ofrenda, habitando el
templo, el mundo, el corazón y el hacer del hombre.
Pero además, en la construcción misma de los templos hay implicada la estructura y dinámica del trabajo humano y de su vinculación con la Eucaristía.
Me gustaría poder ilustrarlo sirviéndome de una breve pero memorable obra literaria, El festín de Babette[10]. Babette es una exiliada acogida durante doce años al servicio de dos hermanas huérfanas que van a conmemorar el centenario del nacimiento de su difunto padre, un pastor luterano en cuyo recuerdo la comunidad se congregará a cenar. Babette fue antes cocinera en la sofisticada sociedad parisina y propone a las dos hermanas preparar una cena ‘francesa’ con los fondos recién ganados en un premio de lotería. Las hermanas se niegan a semejante dispendio, y entonces Babette les suplica[11] que le dejen hacer ese trabajo y gastar su dinero: "dejad que lo haga lo mejor que me sea posible", es decir, permitan que les ofrezca todo lo que tengo que ofrecer.
Las hermanas ceden y Babette prepara una espléndida cena en la que los miembros de la comunidad sienten renacer sus vínculos y afectos de modo que todo puede volver a empezar hecho nuevo entre ellos.
Pero para
realizar su trabajo Babette ha tenido que suplicar que le dejen gastar su
dinero para cocinar tan bien como era capaz. Como si todo trabajo humano
contuviera la súplica para que nos dejaran hacerlo y hacerlo tan bien como está
a nuestro alcance para dar todo lo que tenemos para ofrecer. Y de ahí que quien
puede realizar el trabajo que le deja mostrar lo que tiene para ofrecer a los demás, lo que primeramente siente por haberlo podido hacer es gratitud.
Acción de
gracias es el significado de la palabra “Eucaristía”: la gratitud de que nos dejen ofrecer, y la súplica de poder de hacerlo. La Eucaristía es la labor del hombre en el mundo
elevada a la condición de obra redentora por el Hijo del Hombre que es también Hijo de Dios. Ahí radica también, según creo, la
secularidad del sacerdocio en tanto que la Eucaristía es trabajo humano (súplica,
ofrenda y sacrificio) hecho acción de Dios. El sacerdote al oficiar la
Eucaristía no haría más que trabajo humano asumido por Dios y elevado por Él a
obra salvífica, redentora: la transformación de la presencia humana en el mundo
y del mundo mismo en alabanza y gratitud. La Eucaristía se presenta así como la
transformación del mundo (y del hombre que lo habita) en ofrenda, súplica, adoración y acción de
gracias eficaz ante Dios en tanto que realizada por Dios mismo en Cristo.
Quien construye el
templo hace una ofrenda a Dios, pero antes incluso de hacer la ofrenda, suplica
los bienes necesarios y la oportunidad para poder hacerla y suplica también que
la ofrenda le sea aceptada. Dicha súplica incoa la perfección de la obra y
el sacrificio esforzado para lograrla. Suplicamos, pues, poder hacer la ofrenda
y que ésta sea aceptada como tal. Y para su realización y aceptación hacemos el
sacrificio de prescindir de bienes valiosos y/o de convertirlos mediante
nuestro trabajo en tales bienes, que perfeccionan los dones naturales e
incluyen un valor nuevo y sacrificial por el trabajo empeñado. Súplica, sacrificio, perfección y
ofrenda son los momentos constitutivos del erigir el templo, o, si se quiere, de
la cultura humana como lo que el hombre es capaz de ofrecer.
Pero todo el
trabajo humano estaría tan vacío
como el templo sepulcral si la súplica, el sacrificio, la perfección y la
ofrenda no fueran Dios mismo hecho hombre, Cristo realmente presente como
sacerdote, víctima y ofrenda perfecta. En la Eucaristía Cristo toma todas las
suplicas, ofrendas y sacrificios de los hombres de todos los tiempos y les da
la perfección para que sean oídas y aceptadas pues Él mismo es la ofrenda, la
súplica y víctima del único sacrificio perfecto. En la Eucaristía nos
sobreviene la certeza de que nuestras súplicas y ofrendas (todas nuestras
oraciones) son escuchadas por Dios pues la ‘pronuncia’ Dios mismo en Cristo.
3. En el orden existencial o antropológico la Eucaristía se presenta en el contexto de la conmemoración de una cena y como un banquete sacrificial. Su referencia más remota es la cena pascual de los judíos en Egipto y su celebración desde entonces en recuerdo y agradecimiento de la predilección de Dios.
Más cerca queda la conmemoración de la Ultima Cena de
Cristo con sus discípulos: se trata de una cena de despedida cuya conmemoración
servirá en el futuro para recordar al ausente. Las cenas son, por otra parte,
las comidas humanas que resumen y culminan el día. Si bien hay cenas que resumen
y consuman años (como las cenas de Navidad), y hasta alguna puede resumir una
vida o, como es el caso de la Eucaristía, puede resumir y consumar todo lo
anterior al mismo tiempo que la historia del hombre y del universo. La
Eucaristía es el banquete que resume y culmina la historia del cosmos y la de
cada día y la de cada vida, y la de la amistad entre Dios y el hombre.
En las comidas
familiares los hombres refuerzan y revitalizan su origen común y a su imagen
todas las comidas humanas refuerzan la comunidad de los participantes dándoles la
unidad del alimento compartido. En las comidas los comensales se hacen -casi literalmente- de una misma sangre a partir de un mismo alimento. Quien acepta a otro a su
mesa acepta hacerse uno con él a partir del mismo alimento, y por eso los
decretos de expulsión y repudio tienen siempre forma comensal: la excomunión, es
decir, no aceptar a la propia mesa. Al comer en común se repone, por tanto, la
unidad y de ahí que sean ceremonias de reconciliación, de establecimiento o confirmación
de alianzas y amistades, de reconocimiento, aceptación y propiciación de
fraternidades nuevas.
Pero además, por
la condición orgánica del hombre, las comidas son el fin de su trabajo diario por
subsistir y, al mismo tiempo, el logro a partir del cual se puede volver a
empezar. En la alimentación se reanuda el ciclo de la vida y en ese orden la
vida del hombre sobre el mundo la tiene como meta y como principio. Todo puede
volver a empezar allí mismo donde se resumen y logran nuestros esfuerzos por la
subsistencia. De ahí que las cenas al resumir nuestros días resumen también en
buena medida la dirección de nuestra existencia.
La Eucaristía,
en efecto, contiene todas esas dimensiones, pero no es un simple colofón o banquete
donde todos comparten un mismo alimento. Ni siquiera un mero banquete
sacrificial donde se come de lo ofrendado previamente a Dios y se lo toma ya
como don venido de Dios; sino que se trata de un banquete donde Dios se da
a los hombres como alimento y así venimos a ser uno en Él. Él toma las ofrendas
del hombre (pan y vino), los dones del mundo elaborados mediante nuestro
trabajo y las hace suyas en tanto que ofrendas, pero las devuelve hechas Sí
mismo, convertidas en Dios con nosotros como alimento y principio de una vida
nueva.
Pero toda relación entre Dios y el hombre está mediada por la libertad. Si esa cena sirve de imagen de la creación es porque la realidad misma es una fiesta -un banquete- al que el hombre ha sido invitado. Más todavía, la creación del hombre ha sido una invitación precisamente porque ha sido la creación de un ser libre. Nadie esta en la presencia de Dios sin quererlo porque Dios no tiene esclavos e hizo al hombre como una invitación a ser sí mismo, es decir, a participar libérrimamente en su Presencia de la fiesta de la realidad.
No se trata pues de un mero banquete sacrificial, sino del banquete de la reanudación de la alianza entre Dios y el hombre, en y mediante la cual Dios asume la ofrenda del hombre y se ofrenda a Sí mismo y se hace uno con el hombre[12]. De entre todos los sacramentos solo de la Eucaristía puede decirse que se alcanza la clase de unidad de los esposos que ya no son dos sino uno. Cristo Hijo de Dios y del hombre convierte en alianza la amistad y compañía entre su Padre Dios y el linaje de los hombres renacido de María que, en tanto que esposa de Dios, prefigura a la Iglesia y a la humanidad entera.
“No es bueno que
el hombre esté solo”, se nos dice en el Génesis
que exclamó Dios a la vista de Adán. Por eso le hizo una compañía semejante a
él. Y si bien Adán ya había sido hecho a semejanza de Dios, en la Encarnación
es otra vez Dios el que se hace a semejanza del hombre y lo recrea a semejanza
suya, como Hijo, y otra vez para evitar que esté solo, y también para eso se
hace realmente presente en la Eucaristía. ‘Hacerse presente’ significa lo
contrario de la ausencia, es decir, personarse y colmar la presencia, la
realidad; pero significa también hacer una ofrenda o regalo. Los dos sentidos
están emparentados porque el colmo de la presencia y la realidad es siempre un
don, un regalo que, a su vez, lo es por realzar (realizar) la presencia de lo
real. La compañía se desvanece por la ausencia y solo se da si la presencia es real. Pore so el hombre sale de su soledad en la presencia real de Dios en la Eucaristía.
Pero el presente
es también el tiempo, el seculo, el siglo o el mundo. La Eucaristía es
algo así como la secularidad de Dios, la presencia de Dios en el mundo en tanto
que el mundo no es todavía el Cielo. Por eso en el cielo el hombre no tomará
mujer ni tampoco habrá Eucaristía que es prenda de la plenitud que el Cielo es,
la plenitud de la Presencia. Eucaristía y matrimonio son viáticos ‘mundanos’ porque ambos son cada uno en su orden prendas del cielo para curar la soledad.
El amor humano
está lleno de “metáforas nutritivas” como el beso en el que los amantes
representan que se dan el uno al otro como alimento, porque la nutrición es la
forma de comunicación más intensa que cabe tener con la realidad exterior que
se interioriza e incorpora –literalmente- a la propia vida. ‘Te comería a
besos’ suele decirse en castellano y no es solo una expresión enfática, sino el
impulso intuido hacia la plenitud de una unión amorosa. Solo en la nutrición lo
que era exterior se convierte, literalmente, en vida de mi vida, si bien al
precio de su eliminación como distinto.
La sexualidad
humana está animada de ese mismo anhelo unitivo y a diferencia de la nutrición
no elimina al otro, si bien no consigue hacerse uno con el otro –hacerse
mutuamente interiores y no estar ya lejos y ausentes entre sí- sino en la
exterioridad que supone el hijo. Pero en la sexualidad humana se da otra
dimensión que la nutrición solo contiene atenuadamente. Los amantes se dan
cita, se convocan para comparecer el uno para el otro en una suerte de plenitud
de la mutua presencia que transfigura su integra corporalidad en intimidad, es
decir, en comunicación. El amor humano opera en su dimensión sexual una suerte
de transfiguración corpórea que es algo así como una prefiguración natural del
Tabor, y, más allá incluso, de la Gloria final. Solo la realidad plena de la presencia del otro satisface el deseo
humano, también el deseo sexual, porque nada es más placentero que la realidad.
Por su parte el
conocimiento puede lo que no pueden la nutrición y la sexualidad, pues se hace
uno con lo conocido sin eliminarlo, pero sin poder ‘asimilar’ la presencia real
de lo conocido en su propio acto o interioridad[13]. Pues
bien, así como los esposos anhelan en sus ansias voraces darse y tomarse el uno al otro
como alimento y fundirse en una sola vida y un solo cuerpo, así también Dios
ama al hombre y se da como alimento para comer –hacer vida de su vida- al ser
comido y asumirnos en una sola vida y un solo espíritu. Si el amor
conyugal moviliza al hombre y la mujer para hacerlos mutua y realmente
presentes y que no estén solos, el Amor divino celebra el banquete en el que Dios
mismo es el celebrante y el alimento, el manjar: el Logos hecho carne con la forma
del pan. Y es que –nos cabe pensar- si hubiera
un Dios que fuera amor y se hubiera hecho hombre, y amara con locura humana pero onmipotencia divina a los
hombres, entonces se daría de comer y se los comería haciéndolos vida de Su vida, carne y sangre de su carne y sangre: la
Eucaristía.
Pero si es
verdad que en la Eucaristía Dios está realmente presente y que es anticipo real
del Cielo, entonces esa presencia de Dios ya es capaz de sanar la soledad del
hombre. Dios ya está en este mundo con una presencia capaz de la compañía que cura la soledad del hombre y, desde esa perspectiva, los sacerdotes y los célibes no viven un camino alternativo a la sexualidad matrimonial, sino la
consumación perfecta de la clase de compañía que la unión matrimonial y sexual procura para los esposos, pero hecha efectiva desde y por la presencia real de Cristo
en la Eucaristía. Así que el celibato y la virginidad son manifestación y testimonio de la efectividad de dicha Presencia real. Si en el cielo no habrá matrimonio y sexualidad es, pues, por la misma razón por la que no habrá Eucaristía, a saber, porque la gloria es hasta lo inconcebible el colmo sin fin de dicha Presencia real. Eucaristiía y matrimonio son los viáticos mundanos contra la soledad.
Así que si en el
matrimonio indisoluble y fiel se hace manifiesto que Dios en la eucaristía
vuelve a estar entre nosotros y podemos volver a ser como “en el principio”; en
el celibato de unos pocos –y en la santidad de todos- se hace manifiesto que la
Eucaristía es también prenda y anticipo del Cielo porque aquí en este mundo
podemos ya vivir la cura efecto de la Presencia celestial.
[1] Esa ‘ausencia’ de Dios o distancia entre el mundo y el hombre mismo
respecto de Dios la podemos llamar con propiedad el mal, cuyo acontecer Dios no
puede eliminar sin eliminar al mismo tiempo su fuente, a saber, la libertad del
hombre. En este mundo y la historia hay mal porque Dios no quiere acabar con su origen, es decir, con la
libertad del hombre y, por tanto, con el hombre mismo. Ciertamente, a todos se
nos ocurre que sería mejor si Dios eliminara el mal sin eliminar nuestra
libertad, y a eso le podemos llamar la ‘salvación’ final, la segunda
venida. La cuestión es, por tanto, ¿por qué esta demora? ¿por qué este tiempo
en el que la salvación ya está lograda pero el mal todavía no se ha eliminado
o, lo que es lo mismo, este tiempo en que el hombre puede todavía elegir eludir
a Dios, el tiempo de la Eucaristía? Y la respuesta tiene que ser, según creo,
que la salvación no quiso acabar con la historia. Así que el tiempo que media desde
su primera venida hasta la segunda, es el tiempo que Dios da a los hombres para
que libremente se sumen y cooperen a la salvación, para que la historia se
convierta en historia de salvación. Este es, pues, el tiempo de la honra del
hombre, de su restauración (en y desde Cristo). Hay algo en la naturaleza libre
del hombre que convierte en razonable y proporcionado que el hombre se sume
libremente a la salvación operada por Cristo y coopere con Él para llevar al
hombre y al mundo de nuevo a Dios.
[2] Ratzinger, J., “Creación y
pecado”, Eunsa, Pamplona, p. 103.
[3] Pero
además en el trabajo el hombre toma su condición mortal como carga para
sobrevivir a su vulnerabilidad y procurar vida y vida en abundancia. Es decir,
el trabajo puede considerarse una cierta prefiguración natural de la Cruz.
[4] “El cielo en la tierra” en
expresión de Juan Pablo II (Discurso del Ángelus,
3 de Noviembre de 1996). Cfr., Scott, H.,” La cena del Cordero”, Rialp, Madrid,
2006, p. 80. “Cuando Cristo vuelva al final de la historia no tendrá ni un ápice
más de gloria que la que tiene en este momento, ¡cuando lo consumimos
totalmente! En la Eucaristía recibimos lo que seremos por toda la eternidad,
cuando seamos elevados al cielo para unirnos a la muchedumbre celestial en la
cena nupcial del Cordero. En la comunión ya estamos allí. No se trata de una
metáfora. Es la verdad fría, calculada, precisa, metafísica que enseñó
Jesucristo”.
[5] Lo nuclear de las ideas
aquí expuestas ha sido desarrollado en “Mundus. Una arqueología filosófica de
la existencia”. Nuevo Inicio. Granada, 2019.
[6] La misma dinámica
antropológica que explica la práctica de las sepulturas por el sapiens es la que sostiene la creencia
en la existencia del purgatorio, es decir, de un estado de los muertos en el
que a éstos no les resulta indiferente lo que los vivos hagan por ellos y en su
favor. Cfr., Ratzinger, J., “Dios y el mundo”, Galaxia Gutenberg, Barcelona,
2002, p. 123.
[7] Más bien el mundo para serlo necesita ser el
lugar que se toca con el más allá: el mundo solo lo es en la medida que está
–aunque sea puntualmente- en contacto con un más allá, con el otro mundo. Ese
lugar de contacto del mundo con el más allá son primeramente las sepulturas;
así que el mundo lo es en la medida que hay un habitante que entierra a sus
muertos y en las sepulturas funda el mundo como el lugar que lo es por estar en
contacto con lo que está más allá de sí mismo, por incluir el más allá de sí.
Ese incluir el más allá de sí pone de manifiesto que el mundo –como el hombre- lo
es por su apertura, por estar abierto a lo que es otro. Y porque el mundo para
serlo tiene que incluir el ‘más allá’, antes del mundo solo hay nichos ecológicos,
perimundo, entorno vital según las distintas denominaciones que se le ha dado.
Solo el hombre está en el mundo porque ‘mundo’ es el estar del hombre, un estar
abierto al más allá, a lo otro del mundo.
[8] En ese preciso sentido
cabe decir, pues, que la cultura humana ‘nace’ en las sepulturas. En efecto, es
la singularidad humana de mantener con los muertos una relación tras su muerte
la que manifiesta que el mundo humano incluye a los que ya no están en él y,
por tanto, que se compone de un más allá por el que cabe decir, más en general,
que el mundo del hombre incluye lo que no existe en él, también todo el
artificio y creatividad que supone la cultura humana y cuya expresión más densa
es la memoria y custodia de los restos y la memoria de los muertos.
[9] Y así es como en el mundo
se restaura la presencia de Dios y, por tanto, así es como misteriosa pero
realmente en el mundo se rehabilitan los bienes del paraíso tal y como se
adelantaba en el significado de la Eucaristía en el orden histórico.
[10] Dinesen, I., “El festín de
Babette”, Nórdica Libros, Madrid, 2007.
[11] Así expresa su súplica
Babette a las dos hermanas: “¡Señoras! ¿Les había pedido ella, durante doce años
algún favor? ¡No! ¿Y por qué? Señoras, ¿ustedes, que rezan sus oraciones todos
los días, pueden imaginar lo que significa para un corazón humano no tener
ninguna petición que hacer? […] Esta noche brotaba una súplica desde el fondo
de su corazón. ¿No sienten, pues, esta noche, mis señoras, que les corresponde
concederlo con la alegría con que el buen Dios se lo concede a ustedes?” Dinesen,
I., “El festín de Babette”, Nórdica Libros, Madrid, 2007, p. 53.
[12] La exposición de la
Eucaristía como un banquete nupcial la desarrolla Scott Hahn “La cena del
cordero”, Rialp, Madrid, 2006.
[13] No pueden extrañar, pues,
las intensas correlaciones que hay en muchos idiomas entre ‘conocer’,
‘cohabitar’ y la unión sexual, o entre ésta y sus derivados como ‘concepto ’o
‘concepción’, o entre la sexualidad y la alimentación y el conocimiento cuando
se describen, por ejemplo, como ‘posesión’ o ‘asimilación’.
Gracias, es iluminador.
ResponderEliminarUn gusto servir... de algo. Abrazo.
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