El CUIDADO como signo de nuestro tiempo.



"El guardián entre en centeno" de J.D. Salinger, es una célebre narración de los años cincuenta que hizo también célebre a su excéntrico autor, y se convirtió en una referencia icónica durante las décadas de la irrupción de la rebeldía juvenil en las sociedades desarrolladas.

El protagonista del relato de Salinger, Holden Caulfield, un joven adolescente problemático que deambula eludiendo volver con su familia tras ser expulsado de nuevo de un colegio, confiesa al final de sus peripecias que muchas veces imagina «que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan. En cuanto empiezan a correr sin mirar a dónde van, yo salgo y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno».

Resulta sorprendente porque cuidar niños no parece una utopía postmoderna ni el advenimiento del nuevo orden tras la victoria de la rebeldía antisistema. Es cierto que durante los años cincuenta y sesenta, recién acabada la Segunda Guerra Mundial y todavía empeñados en las guerras de Corea y Vietnam, ese sueño tiene entre la juventud norteamericana y europea los trazos de una psicodelia naif muy del gusto de la época.

Sin embargo, si fuera de aquel contexto sigue siendo certero el disparo sobre el lector contemporáneo es porque, a mi juicio, es uno de los vestigios literarios de la ruina del «paradigma guerrero» que había estructurado a las sociedades humanas desde sus primeras formas de organización, y que había dado forma al conjunto de los valores e ideas con los que el hombre se había concebido.

La incontestable barbarie del armamento nuclear había supuesto un punto de no retorno en la fractura de ese cien milenario paradigma nucleado por la hegemonía social y cultural del poder de hacer la guerra. Ciertamente, el pacifismo, el feminismo y el ecologismo difundidos durante aquellos años son las formas explícitas de la hemorragia masiva que desangraba a esa concepción del hombre y del mundo. Pero el libro de Salinger pertenece al movimiento tectónico de fondo que estaba teniendo lugar, y que suponía el arrumbamiento de la épica no ya como género narrativo, sino como cosmovisión y concepción de la existencia, y su sustitución por una lírica de alcance y difusión sin precedentes, cuya principal expresión fue (y es) la naciente música pop de aquellos años y de los nuestros.

En mi opinión es difícil exagerar el alcance y la importancia de este cambio de época que bajo muchos puntos de vista carece de precedentes. Y salvo que se quiera banalizar es imposible certificar su carácter unidireccionalmente positivo o negativo. Pero, por ese mismo empeño en evitar la banalización, tampoco cabe resolver el juicio con el consabido corolario de que todo cambio incluye aspectos positivos y negativos. Lo cierto es que los cambios que cruzan nuestro tiempo de parte a parte parecen incluir pérdidas con efectos difícilmente reversibles que merecen la más atenta de las reflexiones. Sin embargo, ahora quiero ocuparme de alguna de las luces nuevas que caracterizan nuestra situación.

Aunque la suerte histórica de las nuevas visiones es siempre incierta, entre las ganancias más netas que ha implicado este cambio de paradigma -que es con mucho más sustancial que un simple cambio de época-, me parece que se encuentra lo que Salinger acierta a pulsar con la ensoñación de su adolescente guardián entre el centeno: el cuidado como modalidad emergente de la relación con la realidad, con los demás y con uno mismo.

La milenaria lucha del hombre por sobrevivir a los avatares y frente a las fuerzas de la naturaleza que impulsaba a dominar el mundo y ponerlo bajo nuestro poder, alcanzó con la invención y utilización del armamento nuclear un punto álgido que fue también su punto de ruptura. Desde entonces ponerse a salvo en el mundo significaba novedosa y definitivamente poner el mundo a salvo de nuestro poder, cuidarlo.

Desde entonces todos vivimos en un campo de centeno que nos oculta la inmediatez del precipicio compuesto ciertamente por los multiseculares riesgos que acechan desde siempre, pero también y muy novedosamente por nuestro propio poder, y, lo que es peor, por nuestra falta de poder para controlarlo.

Todo lo cual ha mutado la dirección de la lucha por la supervivencia que pasa ineludible y perentoriamente por cuidar del mundo, y por percibir que ese cuidado consiste muy primariamente en dominar nuestro propio dominio, para decirlo con Gabriel Marcel. En efecto, llevarse cuidado con uno mismo es el único modo de procurar la moderación sobre nuestro poder y sus potenciales efectos destructivos.

Ahora bien, más allá del cuidado como signo del cambio de los tiempos, si se trata en efecto de una ganancia es porque pone al descubierto una constancia de la vida humana que no había ocupado el primer plano que merecía. En efecto, no son la duradera amenaza nuclear ni el cambio climático lo que justifica la decisiva relevancia del cuidado como autocomprensión, sino la inminencia persistente del abismo que la existencia humana y la de todo lo valioso merodea sin remedio.

Su relevancia como eje del giro o cambio de paradigma cultural, descansa sobre la universalidad del cuidado como inclinación cuyo ejercicio -incluida la necesidad de llevarse cuidado con uno mismo- resulta al mismo tiempo revelador de la naturaleza frágil pero prodigiosa de lo que se cuida, y de la propia fragilidad del que cuida, capaz, no obstante, de socorrer y auxiliar.

Esa es, me parece a mí, la certeza entreverada con vilezas, penas y calamidades que la pandemia ha reforzado en la era postnuclear: la visible emergencia del cuidado no ya como disposición ante el mundo y su habitabilidad, sino como posición esencial de unos en relación con los otros. Es decir, su interiorización como posición de la conciencia y como dimensión esencial de la convivencia cívica visibilizada en las profesiones del cuidado, cuya centralidad ha llegado a subordinar -y ennoblecer- visiblemente a los oficios guerreros.

Esa transformación interna del poder que minimiza la centralidad de su fuerza de sometimiento y transformación, para deslizarse hacia capacidades atentas al crecimiento y la índole propia de lo que se cuida, se ha infiltrado ya pormenorizadamente en la vida del hombre contemporáneo. He comentado en otro sitio (“Civismo y ciudadanía”, 2019) una colección de imágenes que dejó el atentado en la Ramblas barcelonesas. Se trata de imágenes o relatos difundidos internacionalmente de tres padres a los que aquella calamidad sorprendió al cuidado de sus hijos o de los hijos de otros.

El primero de ellos fue un joven que empujaba corriendo la silleta en la que llevaba a un niño que por muy poco consiguió esquivar la furgoneta blanca dirigida contra todos. Aquella misión tan desapercibidamente cotidiana, se dejó ver en esa circunstancia como una encomienda vital: estar al cuidado de un niño. Eso mismo hizo un joven turista italiano que llevaba en brazos a su hijo, aunque sin la misma suerte: con el mismo impulso que lanzó fuera de peligro a su hijo aquel joven se puso en la trayectoria asesina del conductor.

La tercera escena la compuso un turista inglés que contempló aquel aquelarre de odio desde un lugar a salvo y que, tras dejar a los suyos a salvo, corrió a la escena donde encontró yaciendo en el suelo el cuerpo de un niño de siete años. Notó en seguida que el niño estaba muerto o muriéndose, pero, pese a que la policía conminaba a todos a abandonar el lugar que todavía no era seguro, permaneció junto al pequeño cuerpo, cubriéndolo apenas, sin dejar que muriera abandonado. Harry Athwal es el nombre del hombre al que aquel niño agonizante le recordó a su propio hijo.

Apenas un día después un policía abatió con sus disparos a cuatro de aquellos terroristas que habían matado y herido de nuevo. Como la intención de los terroristas de matar indiscrimanada y cruelmente era manifiesta, nadie lamentó que el policía los abatiera, y que lo hiciera cumpliendo valerosamente con la misión de defendernos a todos convertida en profesión.

Sin embargo, no fue la hazaña del policía la que dio la medida de lo que había pasado esos días, sino la del joven que empujaba la silleta, la de aquel que no pudo salvar a su hijo y salvarse a sí mismo, y la de aquel otro que apenas con un gesto puso a salvo la humanidad de todos velando la agonía indefensa del niño australiano separado de sus padres por la multitud en fuga.

En todos ellos se hizo visible que el cuidado puede alentar una lírica capaz de rescatar e integrar las dimensiones épicas de la existencia en una reformulación nueva de nuestra autocomprensión de lo humano. En ese retablo de una nueva masculinidad (posible) está narrado el cambio de época que posterga sin eliminar ni repudiar los perfiles guerreros del poder en favor de una vigilancia cuidadosa, como aquella con la que soñaba hace setenta años el atribulado adolescente que quería ser un guardián entre el centeno.

 

 

 

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