¿IRRESPONSABILIDAD de REBAÑO? Una conjetura sociológica.



Desde que en marzo nos sobrecogió la realidad (imprevista por quienes debían) de la pandemia, el escenario público de nuestro país sigue desquiciado en la espiral creciente de un drama surrealista. Como un teatro del absurdo mediocre, los personajes no responden a lo que cabría esperar, dicen cosas inconexas que quieren hacerse valer al margen de las demás, y un desconcierto general regula las apariciones y los protagonismos incomprensibles.

Hace apenas unos días el ministro alemán de sanidad manifestaba su preocupación y desconcierto por la marcha de la pandemia en España. Decía no poder comprender cómo evolucionaban los datos, ni que tras la adopción de las medidas más severas en toda la Unión Europea, España siguiera una tendencia tan descomunal y diferente del resto de estados europeos.

No sé si le consolaría saber que aquí tampoco lo entendemos, pero seguro que si viera como no lo están gestionando sus colegas estatales y lo intentan los autonómicos pasaría del desconcierto al espanto, como nos está ocurriendo a muchos de nosotros también.

Es posible que la indescriptible inoperancia del mando único durante el estado de alarma no se deba solo ni principalmente, al menos no siempre, a la ineptitud de los responsables, sino a que las estructuras del estado central no cuentan ya ni con los medios humanos ni institucionales para gestionar semejante situación. Y, si es así, la idea kafkiana de «diecisiete mandos únicos» tal vez no sea solo una estratagema para ponerse a salvo de la crítica, y responda también a las posibilidades reales de gestión de una situación como la que atravesamos.

Es posible. Pero, incluso en ese caso, habrá que revisar semejante estructura funcional porque es evidente que no permite afrontar situaciones globales y complejas, no al menos con un mínimo de orden y concierto.

Si en la primera ola la imprevisión y la falsa suficiencia de las autoridades estatales y sus asesores se merecen un monumento al esperpento con más efectos mortales de nuestra historia civil, es claro que ante la segunda ola esas mismas autoridades han preferido poner en manos de las administraciones autonómicas la gestión y la responsabilidad. Se les puede -y debe- criticar semejante omisión, pero hay que reconocer que satisface las peticiones más reiteradas de las propias administraciones autonómicas que ahora naufragan en su incapacidad.

Ahora bien, por desgracia, siendo ese problema grave y de difícil reordenación, me temo que no es el peor ni la clave explicativa de lo que nos ocurre. Es cierto que hacen falta estudios solventes de carácter epidemiológico, y, tal vez, sobre todo sociológico y antropológico para entender el furioso repunte de la segunda ola en nuestro país. No obstante, a falta de tales investigaciones que nos saquen del desconcierto a todos y al ministro alemán de salud (más intrigado al respecto que el nuestro), hay apreciaciones provisionales al alcance todos.

En cualquier caso, parece cierto que la intensidad y la prontitud del repunte de la segunda ola en España, que apenas tiene parangón mundial, tiene sus causas más inmediatas en nuestros hábitos sociales y la forma con la que el conjunto de la ciudadanía nos hemos conducido. Y ahí es cuando de nuevo nos paraliza el desconcierto, porque la conclusión más inmediata parece increíble: nos hemos comportado de la forma menos cuidadosa y más irresponsable entre todos nuestros vecinos europeos y casi mundiales, dando lugar a una evolución en los contagios insólita en un país desarrollado, con un par de clamorosas excepciones.

Lo de la idiosincrasia meridional se sostiene a priori, y también se puede argüir el tipo de turismo que a pesar de todo nos ha visitado, o el hábito masivo de desplazarse a una segunda vivienda mayoritariamente en el litoral, pero la comparación con Italia es domoledora para el argumento.

Lo anterior no implica que los hábitos sociales sean irrelevantes. Quienes conocen los países nórdicos cuentan que en muchos lugares los vecinos cambian de acera para evitar la inoportunidad de un encuentro imprevisto. No es que dicha idiosincrasia no tenga una incidencia real, es que a la vista de los países más afines al nuestro y sus moderadas tasas de contagios (y muertes), es claro que no basta ni de lejos para poder explicar nuestra situación.

Así que, a falta de estudios concluyentes, yo me doy como conjetura provisional la siguiente: nuestros hábitos sociales se caracterizan por su falta de elaboración, por una falta de contención formal que recrimina silenciosamente al que pone cuidado en lo que hace o en su manera de conducirse y lo requiere de los demás. Seguramente tiene que ver con la secular irrelevancia ejemplar de la aristocracia española, con su escasa asimilación y difusión mediante una burguesía exigua y, finalmente, con nuestra irreconducible confusión entre igualdad y allanamiento que convierte la campechanía en el mayor timbre de gloria que puede recibir el personaje de más alta condición.

Todo lo anterior puede merecer valoraciones diversas según nuestras preferencias, pero está en continuidad con la dificultad que experimentamos para declinar una invitación, corregir a quien no respeta las normas elementales de prudencia, establecer distancias físicas, modificar nuestros hábitos sociales entre familiares, conocidos y compañeros de trabajo en un país donde la uniformidad dominante sanciona la excepción.

En ningún país de Europa hay menos extravagantes que en España, casi por la misma razón que en los países nórdicos hay menos mendigos durmiendo en las calles: porque el frío (social) los congelaría. Para bien y para mal entre nosotros las normas sociales tienen una matriz popular e informal, enfrentada a los formalismos ya sean normativos o modélicos. Nuestro supuesto individualismo es en realidad la masiva informalidad de no cumplir las normas formales.

De ahí que, por ejemplo, la falta de elaboración en la forma de dirigirnos unos a otros termine derivando en una masiva y homogénea informalidad: somos con diferencia el país de Europa en el que más se grita, y terminamos haciéndolo todos por la simple aspiración a hacernos escuchar donde todos los demás gritan porque, entre otras cosas, nosotros gritamos.

Ese griterío de rebaño individualmente involuntario, prueba sonora de lo inmoderado de nuestros hábitos convivenciales, es la representación exacta de cómo nuestra informalidad -y la consiguiente falta de civismo- se recrece y eleva socialmente a la condición de rito comunitario.

Seguramente también es relevante que nuestro país que en el siglo XVI destacaba por sus gustos sobrios, sea hoy de entre todos los europeos el más dependiente de los excesos en las industrias del ocio y el turismo; y, lo que es peor, el que más directamente ha transitado de una severidad estoica a un hedonismo vulgarizado. Basta, por ejemplo, con considerar la forma bacanal a la que han evolucionado en dos o tres décadas las fiestas populares en nuestro país.

Es poco verosímil que los adolescentes de un país con esos hábitos o que los adultos en sus celebraciones familiares, en los lugares de trabajo o en los medios de transporte y en todos aquellos lugares donde la cortesía es la forma de modelar la convivencia, la practiquen con responsabilidad cívica y pulcritud sanitaria.

En España apenas hubo corte y, por consiguiente, como en E.E.U.U., la cortesía surgió y creció casi toda ella desde los hábitos de la piedad religiosa. Y de ahí también que en ambos países la cultura popular sea la matriz de la cultura nacional, de los hábitos del corazón, para decirlo con Tocqueville. Así que la crisis de la religión puede ser más inmediatamente una crisis de los hábitos civiles. Mucho más si son apresuradamente sustituidos por una ética laica sin pasar por transiciones como el gentleman o la moral republicana, y, por tanto, sin lugar apenas para las singularidades ejemplares que dan lugar a desigualdades modélicas.

Para terminar, no puedo evitar asociar todo lo anterior a nuestra histórica incapacidad para dar lugar a estilos de mobiliario ‘nacional’, por así decir, y que me comentó una experta decoradora, en contraste con todos los otros grandes países europeos. Solo los estilos de una vetusta hidalguía rústica pasan por ser ‘españoles’. La voluntad de estilización de los espacios y aspectos materiales de la vida es la exteriorización de esa misma estilización de los hábitos y las maneras personales y sociales. El estilo es la sujeción a norma rebosada y singularizada por su dominio, y modela la vida desde la capacidad de darle forma.

Sin voluntad de estilo las normas están desasistidas de la implicación personal -del gusto en atenerse a la norma- de aquellos a los que regula, y ese es nuestro caso, casi en todo, y desde luego en el cuidado de lo común en esta emergencia sanitaria. Las sociedades y los países tienen épocas y ninguno está a salvo de volverse grosero en el fondo y la forma.

Ciertamente, mi conjetura pasa un hilo por el ojal de botones muy heterogéneos y en principio ajenos al tema que nos preocupa. Pero, si por decantación de todo lo dicho, el lector se aviene a considerar la posibilidad de la hipótesis que dibujan, entonces convendrá conmigo que no es mera irresponsabilidad, es incapacidad cultural para elaborar la conducta, reforzada por el persistente menosprecio de la eminencia modélica de las formas elaboradas y contenidas en todos los aspectos sociales de la vida. 

Así pues, si esta conjetura provisional fuera atendible, entonces seríamos el primer país en conseguir la inmunidad de rebaño por la incapacidad de rebaño. Memorable, si no fuera dolorosamente trágico.

 


 

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