COMER

 Sobre las comidas en común.



Se solía asustar a los niños anunciándoles que el coco o el ogro venían a comerles y poniendo los dedos como si fueran dientes que los masticarían. Es probable que hoy los padres no lo hagan para evitar causarles traumas y sus correspondientes terrores nocturnos y diurnos. Caperucita Roja se ha convertido en un cuento inapropiado por demasiado cruento para la sensibilidad dominante, y no tanto porque el lobo se comiera a la abuela y a la niña, sino porque para salvarlas el salvaje cazador abre en canal al pobre lobo.

Una dentición pronunciada con grandes colmillos ha sido desde antiguo el atributo de todos los seres comedores de hombres: ogros, dragones, licántropos y los más sutiles pero maléficos vampiros. El miedo natural a morir se torna despavorido ante la idea de perecer devorado. Y algo de ello debe haber en la limitada gestualidad animal porque todos los que pueden atemorizan enseñando sus dientes mientras gruñen.

Nuestros dientes, en cambio, cuando los enseñamos forman parte de la sonrisa, es decir, de la gesticulación universal en todas las culturas de una disposición sociable y amistosa. Mostrarlos es una forma arcana de mostrarse inofensivo pues, como los anatomistas enseñan, los dientes humanos padecen una severa inespecialización funcional, es decir, junto con su reducido tamaño apenas guardan su diversificación funcional, y, más en particular, apenas quedan formas residuales de los colmillos.

Lo que los demás animales hacen en y con la boca, los hombres tenemos que hacerlo en y con las manos. De ahí la preparación del alimento que conocemos como gastronomía y que con frecuencia constituye la primera fase de la digestión. La falta de colmillos, molares o piezas carniceras hemos de suplirla con punzones y lanzas para perforar, mazas para moler y machacar, y filos para cortar. Así que la primera tecnología humana es protésica en el sentido de que pone en nuestras manos las capacidades que les faltan a nuestros dientes.

De ahí que entre nosotros lo peor no quepa esperarlo de lo que se haga con los dientes sino con las manos. Y por eso es tan significativo que a partir del siglo XV en España e Italia los cuchillos de comer se hicieran adrede romos, sin punta ni filo. Antes de eso los instrumentos de comer eran también los de matar y el cuchillo de caza presidía la mesa. Los cuchillos romos son al respecto de las armas lo que la sonrisa a la exhibición animal de sus dientes: la expresión de la inofensiva indefensión de los que comen juntos.

Así se subraya que quienes comen juntos no compiten por la comida como los animales, y que el orden en el que se come no es el del más fuerte. Más bien al contrario, en las comidas humanas se produce una inversión de la jerarquía comensal, por la que enfermos, menores y ausentes o bien comen primero o bien se les asegura la comida apartándola. Esa subversión que privilegia a los impedidos y preserva a los ausentes es un acontecimiento zoológico excepcional.

Por eso tiene tanto sentido civilizatorio que las sociedades antiguas separaran parte de la comida como ofrendas sacrificiales a sus difuntos. Guardar la ausencia de los difuntos en la comida es tanto como convertir el alimento en el vínculo persistente entre vivos y muertos, y, más en general, entre presentes y ausentes. Hay un eco de esto en la recomendación que se solía oír cuando era niño de boca de madres y abuelas que entregaban bocadillos a sus pequeños conminándoles a acordarse de los niños “negritos” y comérselos sin desaprovechar nada.

Acordarse de los ausentes, aunque fuera mediante aquella -hoy ‘íntolerable’- ‘racialización’ de la pobreza, era comer con el aprecio que su penosa necesidad ponía sobre el alimento disponible, cuyo gusto o disgusto debía convertirse en secundario. En cambio, desperdiciar la comida era tanto como ofender su necesidad y, en el fondo, comer solo y sin atender a nadie como las bestias. Así que, por incomprensible que resulte hoy, había en esas recomendaciones más respeto y consideración por los privados de alimento que en todas las consignas ideologizadas sobre la pobreza y el racismo.

La fuerza simbólica de esas privaciones voluntarias consistentes tanto en no comer sin medida como en no desperdiciarla, son no solo la lógica civilizatoria de las comidas humanas, sino la forma efectiva de no comer de espaldas a los demás hombres, sin considerar sus privaciones o la escasez que pueden padecer. Nuestra incapacidad para entenderlo es reveladora de la áspera rudeza interior de nuestra abundancia.

Además, las comidas son el generador social de unidad y reconocimiento. No hay sociedad, grupo u organización que no refuerce sus vínculos mediante comidas en común. Los que comparten el alimento se hacen compañeros (del latín cum panis, con el mismo pan), porque la sola posibilidad de comer juntos representa la falta de hostilidad o su suspensión. Y de ahí también que la expulsión o el rechazo de alguien tenga siempre naturaleza comensal.

Todos los acuerdos, reconciliaciones y reencuentros se celebran y consuman mediante comidas en común. También las alianzas esponsales. De hecho, la comida representa tan intensa y primordialmente la unidad entre los comensales, que las aspiraciones amorosas a conseguir una unidad viviente se expresan mediante analogías de comer. No se trata solo de la hiperbólica expresión de afecto contenida en los “te comería a besos”, es que el beso mismo es, en particular entre los amantes, la representación gestual de que se dan uno al otro como alimento.

No encontramos expresión más intensa de unidad viviente entre dos personas que el hecho de que uno y otro se dieran entre sí como alimento sin consumirse ni destruirse. De esa manera las dos vidas serían en realidad una misma, una sola carne. De ahí las latencias vinculantes entre alimentación y sexualidad con sus anhelos voraces. Y también de ahí las correlaciones teológicas entre banquete eucarístico, comunidad viviente y unión amorosa con un Dios que se da (y toma) al hombre como alimento.

No es casualidad que esas tres dimensiones -la comensal, la sexual y la teológica- compusieran la celebración social de los matrimonios, porque las familias a las que daban lugar eran la institución que preservaba y refractaba esa unidad. Por el contrario, la orgía representa la confusión profanadora entre alimentación, sexualidad y religión.

Comprendieron mejor lo que se les ofrecía los que lo tomaron por canibalismo, que quienes lo reducían a mera representación simbólica. De hecho, la mayor parte de las prácticas caníbales no eran soluciones nutricionales, sino formulas rituales de asimilar las cualidades y la sustancia e identidad de los que servían de alimento.

Finalmente, entre los que preparan el alimento se cuentan también los contadores de historias, los poetas y todos cuantos reúnen a los demás en torno a la palabra. Y no solo porque la mutua deferencia comensal abre espacio para la conversación, sino porque tanto la lectura como la escucha y el pensamiento guardan también analogías alimentarias. Comprender es asimilar y concebir, y también se hacen de lo mismo quienes comparten sus vidas contándoselas. Por eso, preparar los alimentos es la forma de preparar las ´comidas´ de las que forman parte las conversaciones y las historias que van tejiendo el sentido del mundo común de quienes las comparten.

Pocas piezas literarias y filosóficas como El Banquete de Platón encierran esa simbiosis entre la comida y la palabra. De hecho, se trató de una cena de la que solo se recuerdan los discursos que se sucedieron entre los comensales. Esa síntesis elaborada entre la comida y la palabra es, sin duda, la cima civilizatoria de la educación humana. No puede extrañar que esa unidad se celebre y exprese en canticos que conciertan las emociones de aquellos a los que la comida les ha dado un mismo respiro de las necesidades y urgencias de la vida. Homero asegura que el canto y el baile son la sazón del banquete.

Tampoco puede extrañar que, en el orden teológico, esa misma síntesis representada por la Eucaristía en tanto que banquete compuesto de la palabra y la comunión, se ofrezca como el centro y la cima no ya de la vida espiritual, sino del rescate y la restauración misma del orden del cosmos, que es como un cantico entonado por la realidad misma.


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