TOCAR, ABRAZAR, BESAR
Tocar y gustar son dos formas de sentir que tienen más relación
entre sí que con los demás sentidos. Incluso, en cierta medida, el gusto se
puede tener por una variante especializada del tacto. Ambos sentidos requieren
contacto y la inmediatez física de lo percibido. Además, una larga tradición -Aristóteles
y Rousseau entre ellos- coincide en señalar la relación particular entre los
placeres del tacto y del gusto, entre la lujuria y la gula. No hace falta decir
que, a veces, las ideas morales se sobreponen sin dejar ver apenas ver nada
más. Gustar y tocar son dos formas de la raigambre perceptiva del hombre en el
mundo y guardan revelaciones que superan en interés a cualquier otra
consideración.
En particular, el sentido del tacto
interioriza perceptivamente el mundo: al tocar, lo que está fuera pasa a estar
también dentro. De manera que la piel más que un límite separador se convierte
en un lugar de encuentro, casi en el medio de la transfusión de la realidad externa
en la corriente de la conciencia. No es que el dentro y el fuera se fundan o desaparezcan,
sino que comparecen como tales precisamente en tanto que relacionados
táctilmente. De hecho, sin el tacto las nociones mismas de ‘yo’ y de ‘mundo’ se
debilitarían separadas en vez de hacerse mutuamente efectivas.
Por eso tocar es como asimilar, es
decir, interiorizar lo que está fuera, y de ahí que sirva de satisfacción a esa
dimensión asimilativa del deseo sexual que se expresa en su voracidad táctil.
Pero mucho antes y más esencialmente, el tacto es, a diferencia de los demás
modos de percibir, el sentido de la presencia y de su indubitabilidad: tocar es
certificar. En los Evangelios, cuando se relatan las primeras apariciones de
Jesús resucitado, los apóstoles incrédulos parecen no dejarse convencer por lo
que ven y oyen hasta que Jesús pide comida y se deja tocar las heridas. Y,
desde esa perspectiva, incluso en inicial noli me tangere (no me toques)
lo confirma. Comer y estar al alcance del tacto verifican perceptivamente la
realidad viviente del otro.
El protagonismo de la boca y, sobre
todo, de las manos en la forma activa del tacto refuerzan la asociación entre
el gusto y el tacto como formas basales de la conciencia sensible del mundo. Tanto
las yemas de los dedos como la punta de la lengua concentran terminaciones
perceptivas. Por eso, no extraña que lo primero que hagan los niños que ya
pueden controlar las manos sea llevarlo todo a la boca, cuya centralidad
sensorial es difícil de imaginar en las primeras etapas. En el lactante, boca,
manos y seno materno ofrecen el primer arraigo emocional que permanece latente
y reformulado en la sexualidad adulta.
Fue el etólogo Desmond Morris el que
sugirió que el beso con lengua parece un residuo conductual de la alimentación
boca a boca que seguramente practicaron las hembras humanas o, tal vez, sus
precursoras homínidas. Sea así o no, en casi todas las culturas humanas el beso en la boca se convierte en la gesticulación comunicativa de la intimidad entre los que aspiran a ser uno, hasta el punto de que no media entre ellos ningún umbral de repugnancia. De hecho, al
menos el beso sexual contiene una cierta metáfora nutritiva (Jacinto Choza), por la que los amantes representan que se dan el uno a otro por alimento.
Obviamente, nada de eso ocurre (físicamente) porque, entre otras cosas, el beso
también es una gesticulación de la no agresividad que acerca la boca evitando
los dientes. Pero ese anhelo asimilativo se extiende al tacto y al abrazo
sexual y emotivo en la aspiración a reponer una sola unidad viviente. Como dice
Platón, las dos mitades separadas que se reencuentran, se abrazan y están
dispuestas a morir de inanición.
Efectivamente, es la totalidad de la
piel la que ejerce de pansensorio táctil, hasta el punto de que se trata del
órgano perceptivo que coincide con nuestro cuerpo y, por tanto, que
identificamos con él. La piel humana es una opción zoológica en favor de la
comunicación y la sensibilidad táctil y en claro detrimento de la defensa. Por eso,
apenas tenemos durezas ni engrosamientos que impidan que el más mínimo roce
abra heridas. Esa capacidad táctil de la piel humana está relacionada con la
desnudez y es insólita entre el conjunto de las especies y, desde luego, entre
los mamíferos superiores: tenemos terminaciones perceptivas en la práctica
totalidad de nuestra piel.
De ahí que la suma de abrazo y besos
suponga una ‘reducción’ sensitiva a lo táctil que, en la superficie
transformada en profundidad, nos expresa directa y concentradamente en todo
nuestro cuerpo. Abrazar y besar es algo que hacemos con la intimidad una vez manifiesta
en el cuerpo con el que viene a coincidir. De hecho, lo excepcional es esa
coincidencia por la que somos entera y profundamente accesibles en nuestra
piel, en lo más exterior. Por eso, el tacto no solo interioriza lo exterior,
sino que también exterioriza lo interior, es decir, nos expone accesibles y,
ciertamente, vulnerables.
El contacto con los labios y la boca
convertido en beso, con las manos en apretón o palmada, y con el cuerpo en abrazo,
son variaciones del contacto convertido en gesto, es decir, en encarnación de
los movimientos del espíritu (J. B. Torelló). Así que cuando Hegel dice que el
espíritu es lo capaz de ponerse a sí mismo como contenido de la comunicación
está definiendo el tacto como caricia. Todos ellos, abrazos y besos, son
celebraciones de la mutua presencia y disponibilidad para comunicar, convivir,
acompañar. Y todos ellos son también derivados de la caricia como forma
elemental y esencial del gesto táctil. La caricia es la gesticulación de la
presencia en y mediante el tocar.
La identidad del otro no solo se
reconoce en el rostro o en la voz, sino que se celebra en la caricia, se
saborea y se recoge en el beso y el abrazo. Pero esos movimientos también tienen
la encarnación negativa del golpe, el empujón y el escupitajo, que son el
reverso de la caricia, el abrazo y el beso. Merece la pena reparar, por ejemplo,
en la predominante dimensión simbólica de la bofetada, cuyo efecto, a
diferencia del puñetazo, no deriva tanto del daño -que más bien se quiere
limitar- como de la afrenta: casi más que una agresión es un insulto táctil. Y
otro tanto ocurre al escupir y asimilar al otro a lo que se expulsa de la boca
y no se come, o en el empujón que a diferencia del abrazo separa con violencia.
Así pues, en el gesto lo invisible se
hace visible. Pero esa ‘visibilidad’ en el tacto es la sensación interiorizada
del otro al tiempo que la propia exposición, pues quienes entran en contacto
están mutua y simultáneamente dentro y fuera de sí y en el otro. Así que beso,
abrazo y caricia expresan y dejan experimentar que no estamos solos. Acariciar
es ponerse en la piel para encontrar al otro. De ahí que, junto a cualquier
otro sentido, la caricia sea siempre manifestación de la presencia. Por eso,
cuando ya no podemos hacer nada más por alguien, todavía podemos evitar dejarlo
solo mediante el tacto que hace compañía: la caricia.
En la caricia nos hacemos presentes
para otro como un presente en el que el regalo y el que regala coinciden:
espíritu hecho presente, también en el tiempo. Y en ese leve gesto, tal
vez solo una ligera presión de manos, se resume el bien de una vida compartida
en este mundo: reencuentros, temores, alegrías, despedidas y el tiempo de la vida
que se escapa por entre las dos manos. Hasta que el último apretón o el último
roce precedan al frio tacto de la ausencia, y se convierta en la última vez que
dos se pudieron encontrar en su piel.
La dimensión humana de nosotros se materializa en los otros ;justamente mediante acciones de proyección de lo que somos .Acercarse a los otros ; es acercarnos a nosotros mismos Somos lo que percibimos en los otros y de los otros.
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