El PROGRESISMO como mentalidad III

 


Que el corazón violento de la revolución sigue latiendo en el progresismo contemporáneo se pone de manifiesto en el anhelo por cancelar toda precedencia. Ni las singularidades mamíferas de nuestra especie, ni las de las tradiciones culturales o morales en las que vivimos, ni la familia o la estructura lógica del lenguaje pueden suponer ningún ascendiente condicionante sobre la ilimitada disponibilidad de sí del sujeto. Para el pensamiento progresista el individuo es para sí mismo su principio habilitado por el estado moderno y sin vinculación alguna con el conjunto de precedencias que lo constituyen.

Toda prefiguración de la existencia -como, por ejemplo, el sexo biológico- reduce al sujeto a la condición de mero actor de una vida cuyo guion no ha escrito. La concepción progresista de la libertad nos pretende autores en exclusiva no ya del curso de nuestra vida, sino de nuestra propia identidad, que solo es la de un sujeto libre si éste se la debe a sí mismo y por entero. Cualquier clase de disminución al respecto lo es también de la libertad. Y de ahí que la idea misma de Dios sea un atentado contra la libertad del sujeto porque le disputa la condición de autor. Si Dios existe, el guion de la existencia no puede ser entera y exclusivamente obra propia. Luego para que nazca el sujeto libre es necesaria la muerte de Dios.

Si se lee desde esta perspectiva, la célebre metáfora de Quevedo no hace más que ratificarla: “la vida es una comedia, el mundo un teatro, los hombres representantes. Dios el autor, a él le toca repartir los personajes y a los hombres representarlos bien”. Los sujetos aparecen como roles o personajes que éstos han de representar como identidades otorgadas desde un poder que los define sometiéndolos.

Dios mata la libertad convirtiendo la existencia en destino, así que la liberación del hombre es también e inevitablemente el final de la omnipotencia divina, es decir, la muerte de Dios. El deicidio es el epítome de la lógica cancelatoria de toda precedencia: nada que dispute el carácter ilimitado del poder sobre sí del sujeto es respetable para la libertad. Ni la genética de la especie y del linaje familiar, ni la historia de las comunidades políticas y culturales, ni el propio cuerpo e identidad psíquica del sujeto modelado por todo lo anterior, pueden ser asumidos en una existencia libre si no es en el marco jurídico y fáctico de su disponibilidad como derecho para cambiarlos.

Esta concepción implica una reformulación de la plenitud de los tiempos, pues el hombre erraba en servidumbre hasta que el Estado -según su concepción progresista- sobrevino como la autocreación de las condiciones de posibilidad de la libertad. Toda historia precedente no es más que minusvalía, toda forma antigua de libertad no es más que una forma confusa. La libertad tiene su inicio cabal cuando lo que elige y lo que no elige devienen libres porque puede elegirlo, tal y como hace posible el Estado con la forma de los derechos y la tecnociencia con la de posibilidades disponibles en el mercado. De ahí el estatalismo emancipatorio que nuclea al progresismo ideológico. Es progresista quien cree concederse a sí mismo todo el poder que se concentra en el Estado para derribar cualquier otra fuente de la libertad.

Por eso, se pone a los niños a salvo de sus padres y sus prejuicios inoculados mediante la educación, o se les libera de la prefiguración gramatical del pensamiento heteropatriarcal mediante la titularidad estatal de la educación y sus contenidos que son, consiguientemente, puro progreso. Así que es el Estado el que sustituye desactivando todas las instancias subyugantes de la existencia: la especie, la familia, las tradiciones morales, Dios. Ser libre es, pues, vivir según el horizonte de posibilidades crecientes e ilimitadas abierto por el Estado. Y ser progresista es no ver en lo anterior la imposición -totalitaria en términos culturales- de un punto de vista particular e ideológico que se tiene a sí mismo como el único democrático y que, con ese título, aspira incluso a desautorizar y hasta prohibir legalmente a los demás por antidemocráticos, es decir, no progresistas.

Como adivinó Tocqueville, “el despotismo, que en todas las épocas es peligroso, resulta particularmente de temer en los siglos democráticos”, porque, entre otras razones, se presenta y concibe a sí mismo como la realización misma de lo democrático. Así que no cursa como un gobierno despótico sino como “un poder inmenso y tutelar” al que “le gusta que los ciudadanos disfruten, con tal de que no piensen sino en disfrutar. Trabaja mucho para que sean felices, pero pretende ser el único agente y árbitro de esa felicidad”. Y todo ello según una concepción anómica de la libertad en cuyo nombre y defensa se puede y se debe dificultar, restringir y hasta cancelar la libertad de los discrepantes, una vez que discrepancia y liberticidio se han identificado.

Todo lo anterior se sigue de un malentendido antropológico según el cual la libertad requiere su independencia desvinculada de las formas zoológicas, genealógicas e histórico culturales que la han hecho posible. Y así, por ejemplo, mi ascendencia familiar y cultural o ser varón no son las formas con la que se me hace accesible y realizable la humanidad, sino imposiciones restrictivas. Ni rastro, pues, de la experiencia masivamente mayoritaria de los seres humanos de todos los tiempos, que no han padecido ni padecen su condición de varón o mujer como una restricción a su libertad, sino como la forma singular y venturosa de la completa realización de lo humano en uno mismo.

Otro tanto ocurre al respecto de la pretendida autoría exclusiva del sujeto. Por supuesto que aspiramos a conducir nuestra propia vida, pero, sencillamente, no es verdad que pretendamos hacerlo en exclusividad. De hecho, aspiramos a poder hacer de nuestra vida una historia de coautorías cruzadas con aquellos sin los cuales vivir tendría menos sentido. No es la autoría solitaria la forma de la plenitud lograda de una existencia ni de nuestra libertad, sino exactamente lo contrario, es decir, la populosa forma coral de una vida repleta de relaciones, amores y amistades con intensas dependencias mutuas. 

Los hombres somos una conversación, dice Gadamer, y nuestra vida es tanto más rica cuanto más ‘conversada’ y compartida. Nadie es más libre y más sí mismo por su soledad, sino en una vida poblada por aquellos cuya libre autonomía no solo no disminuye por su mutua dependencia, sino que crece y se multiplica con el impulso de esa dependencia. Eso es una familia, un grupo de amigos, incluso un país o una tradición capaz de vincular agradecidamente a los vivos entre sí y con sus muertos.

Pero si ‘los otros’ no matan con su participación nuestra libertad, sino que la hacen efectiva, dialógica y creciente, entonces, si se diera el caso insólito de un Dios dispuesto a sumar su voz al coro de voces cuyo diálogo nos constituye, es evidente que la vida humana misma se desbordaría en una plenitud de otro modo impensable. De hecho, la idea de una omnipotencia creadora de seres libres es de suyo la de una omnipotencia dialógica, conversacional, tanto como la dinámica de su propia intimidad como de su acción. Así que, si un Dios hecho conversación existiera, y su omnipotencia no se expresara acallando las otras voces, la libertad del hombre no solo no desfallecería, sino que la conversación que somos cobraría un alcance y profundidad inasequibles para sí misma.

El sujeto que se pretende autor en exclusiva del guion de su existencia se hace, por ello mismo, solitario en una dinámica monologuista delirante. Medio en serio medio en broma, Lewis acierta cuando asegura que la política debe cuidar de apenas tres cuestiones: la familia, la amistad y la soledad. La mentalidad progresista no está tan lejos de esa idea como puede parecer, pero considera al individuo solitario como lo primero y, por tanto, hace de la soledad desvinculada el principio del que se sale y al que siempre se ha de poder volver. De manera que la familia y la amistad tienden a difuminar sus diferencias en la misma medida que el sujeto se hace incapaz de vínculos incondicionales. Sin embargo, basta con experimentar que la soledad solo es un lujo -imprescindible- en el contexto previo de relaciones incondicionales como las familiares y duraderas como las amistosas, para alejarse del núcleo generativo de la antropología progresista y del imperativo de hacer libres a los demás, incluso a su pesar.

Ni Dios, ni la especie, ni la tradición, la familia o la estructura lógica y gramatical del lenguaje asfixian la libertad. No es verdad que escriban un guion que solo nos quepa representar, y del que el Estado nos tenga que defender, sino que concretan singularizando nuestra posibilidad efectiva de dar cumplimiento a la humanidad en nosotros mismos. Todas esas prefiguraciones son necesarias para dar lugar a la instancia decisoria de una vida mortal como la de cada uno los seres humanos. 

El hombre no representa su papel, ciertamente otorgado en buena medida por toda la clase de linajes de los que procede, sino que lo protagoniza librando mediante sus actos una suerte del todo singular y por decidir. Por eso, no tiene la condición de mero ‘representante’ o actor, sino de protos agon, del primero en una lucha mortal. El protagonista asume la propia vida interpretándola como lo que es, una suerte mortal por decidir, y, por tanto, en cuya forma y desenlace participa también como coautor de una conversación real compuesta de interlocuciones libres.


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