PASEAR
Andar tiene la ventaja sobre las demás formas de movimiento
terrestre de dirigir la mirada al horizonte, al lugar donde se acaba lo visible
y despunta lo invisible. La consecuencia es que los hombres podemos como los
demás animales correr, transitar, merodear, huir, pero a diferencia de todos
ellos nosotros podemos, además, pasear. Ciertamente, ir de paseo no consiste necesariamente
en caminar mirando el horizonte, pero solo puede pasear el animal que lo
reconoce y que, de algún modo, lo tiene presente.
No importa si la mirada se dirige a lo
lejos, a unos pocos metros o si ni siquiera se atiende al mirar absorbido en
meditaciones, porque en todos los casos el paseante lo hace al paso de su
atención, de su mirada dirigida afuera o adentro. Esa mirada le descubre al
mundo un modo de ser invisible para cualquier otro viviente, el paisaje.
No hay animal que haya visto cosa
semejante a un campo florido, ni un amanecer luminoso, ni un mar enardecido, ni
unas calles bulliciosas. Ningún otro animal ha transitado por esos lugares ni
los ha visto nunca en realidad. Verlos es tanto como poder pasear porque el
paisaje es el modo del mundo abierto por el paseante. No hay paisaje ni paseo para
una mirada incapaz de ver el horizonte.
Por eso, la exaltación de los
románticos y su ‘invención’ del paisaje es correlativa a la aparición de las
excursiones y de los paseantes. Tal vez sea por deformación, pero en el famoso
cuadro “Caminante sobre el mar de Nubes” de Caspar David Friedrich, parece que
toda aquella inmensidad depende para poder ser contemplada del modesto bastón
de caminante en el que se apoya la invisible mirada que lo ve.
Los diccionarios no aciertan del todo
cuando describen el paseo como un salir y caminar por distracción o ejercicio. Salir
de paseo no es un mero deambular y requiere de una cierta dirección interior
que se caracteriza, precisamente, por no tener ningún objeto preciso más allá
de salir y caminar. El paseo es la forma misma del salir por salir, el nudo
habitar el fuera del mundo caminándolo. Pero no se trata solo de cruzar lugares
sino de convertir las travesías en el destino del caminar. Convertir los medios en fines es un
privilegio humano que nos permite habitar el mundo: caminar por caminar, para
hacer todo lo que es posible al mismo tiempo o para no hacer nada de todo eso y
solo caminar.
En el paseo se le da tiempo a la
distancia, en cambio, en el mero ir se ‘ahorra’ tanto tiempo como se puede. Aunque los paseos pueden tener como objetivo el descanso o la distracción,
lo cierto es que no se pasea para llegar a un lugar pues su destino no está fuera
de él sino dentro: el pasear mismo. Es posible, incluso, dirigirse a un lugar
preciso y, sin embargo, convertirlo en un paseo, pero entonces el ir se
ha puesto a la altura del llegar.
El paseo es al andar lo que el sabor
al comer: una demora gustosa que toma una necesidad como ocasión para
excederla, para experimentar la proporcionalidad secreta entre la vida y el
mundo. Por eso me conmueven las descripciones del nuevo cielo y de la nueva
tierra como un lugar donde se siente la 'suave brisa de la tarde', como si el
paseo fuera la forma original y natural de deambular en el mundo cuando era el paraíso.
Tal vez de ahí que los jardines no sean
meros lugares floridos o frondosos, sino que todos ellos tengan pasajes por los
que es posible discurrir: pasajes que suman panorámicas al paisaje. Del jardín
se pueden suprimir los bancos o lugares para el reposo, aunque con enorme
pérdida, pero no se puede prescindir de ninguna manera del camino que deja transitarlo.
Sin la posibilidad del paseo un jardín no lo es en realidad y deviene selva, y lo mismo le ocurre al mundo. Y
de ahí también que pasear sea, incluso en medio de una gran ciudad, como abrir vías para la contemplación y la demora. Por eso, seguramente, el
urbanismo necesitó denominar a los lugares dispuestos para el caminante
precisamente como "paseos".
No puede extrañar que cuando en el
siglo XIX el barón Haussmann abrió los grandes bulevares de París, tuviera como
una de sus finalidades la ventilación urbana, es decir, abrir paso a las 'suaves
brisas'. Su amplitud, arbolado y pavimentos peatonales abrían unas vías lentas
que son para la habitabilidad de las ciudades tan necesarias, o más incluso,
que las vías rápidas. Esos oasis con rutas de lentitud dieron forma también a
la idea de ciudades-jardín donde moverse debía formar parte del estar y del
habitante y no del pasar del transeúnte.
Aunque solo sea ocasional, esa
lentitud es necesaria no solo para la vida en las ciudades, sino que forma
parte sustancial de los viajes que, si no se jalonan de paseos, no pasan de ser
desplazamientos y estancias. De hecho, cuando en mitad de un viaje en tren o en
coche reparamos en el paisaje, la velocidad se ajusta al detenimiento de
nuestra contemplación y un breve fragmento del paseo se incrusta en nuestra
velocidad. Pasear es una travesía, pero no solo de lugares sino de uno mismo y
de ahí que con frecuencia esos lugares y nuestra mirada se hagan interiores.
Concentrado o disperso, el paseante
discurre por entre el mundo convertido en asunto o por entre sus propios
asuntos convertidos en espacios donde dar pasos, donde deambular. Por eso, a
pesar de su rotundidad, nunca me ha parecido atinada la representación del
pensador de Rodin que, como dice Rousseau de sus paseos solitarios, parece que
“perdida toda esperanza de hallar alimento para (su) corazón en la tierra, (se)
acostumbró poco a poco a nutrirlo con su propia sustancia”.
Sin embargo, no se piensa en una
tensión curva sobre sí mismo, sino con la demora atenta y admirada del
caminante que mira en su derredor sin dejar de ver dentro de sí. Eso es lo que
significa etimológicamente «peripatético», que se hace caminando. Aunque esa
expresión sirve hoy para nombrar a los discípulos de las doctrinas
aristotélicas, debería servir para dar su figura física al pensamiento: pensar
es merodear alrededor de un asunto, tal y como hacemos alrededor de lugares
cuando paseamos.
A diferencia de la velocidad que es
distancia dividida por el tiempo, el paseo multiplica la distancia por el tiempo
que se toma el caminante en cubrirlo. Pasear es tener tiempo
suficiente para no tener que 'ahorrar' tiempo perdiéndolo, como hacemos cuando la
prisa nos lleva. Esa libertad es un modesto señorío sobre sí y sobre el mundo
que se ejercita caminando por caminar.
Está muy bien.
ResponderEliminarGracias.
EliminarAunque por mis problemas de movilidad "caminar por caminar" no sea una de mis actividades preferidas, -ya me gustaría-, sí que es una de mis actividades especiales cuando viajo.
ResponderEliminarUno de mis libros pendientes es el ensayo de R. L. Stevenson "Pasear"... algún día le tocará el turno entre las decenas y decenas de libros que están esperando a que acabe la tesis y pueda leer sin remordimientos de conciencia por no estar estudiando, je, je.
Como siempre, inspirador.
No conocía ese ensayo de RL Stevenson; lo anoto. Gracias
EliminarGracias por pensar esto para mí. Me abre el gusto para volver a pasear :-)
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