SEPULTAR y SEPULTURAS

 





Sepultar y las sepulturas

 

Sobre la muerte han recaído todos los tabúes que suponíamos fijados en la sexualidad: no hablar, no mostrar, no ver, ni pensar. Entre nosotros todas las formas de exposición del cuerpo humano están permitidas sin restricción alguna, salvo la del difunto. Los muertos se han convertido en obscenos y su presencia no se deja notar ni siquiera en los tanatorios, que a su vez no se dejan notar apenas en nuestras ciudades. El cadáver concentra sobre sí todas las prohibiciones más ancestrales: intocable, invisible, intratable.

     Hace ya tiempo que Foucault había señalado esa transferencia a la muerte de las represiones inconscientes de la sexualidad. Pero cuanto más nos esforzamos por esconder la muerte más insepultos quedan nuestros muertos. De hecho, nuestras sociedades son las primeras en la historia conocida de la humanidad que han postergado las ceremonias funerales a una importancia marginal. Y de ahí que todas las formas sociales de consuelo e interpretación de la muerte se hayan desvanecido, convirtiendo el duelo no ya en un trance doloroso, como siempre ha sido, sino en una reducción psicologista y egocéntrica de la muerte del difunto en el sufrimiento de los vivos.

A pesar de lo que pensemos ahora, lo cierto es que lo típicamente humano ha sido precisamente que el muerto seguía siendo el centro de su muerte hasta después de muerto: los hombres somos los únicos seres vivos que experimentamos que las obligaciones con nuestros muertos no han terminado con su muerte, y que se extienden más allá, manteniéndose incluso después de que el muerto haya muerto. La muerte no implica, en ese sentido, un límite absoluto, pues los vivos todavía pueden beneficiar y honrar a sus muertos, u ofenderlos y olvidarlos. Ningún otro animal experimenta algo parecido, ni puede sostener un vínculo semejante con sus muertos, ni a través de ellos mirar más allá.

Se puede aducir que no es a los muertos sino a sus allegados a quienes se daña, pero la profanación no es un mero daño a los vivos, sino que suponemos un daño efectivo al muerto en su cadáver. Los muertos no están vivos, obviamente, pero tampoco están tan a salvo de lo que hagan con ellos los vivos. Hasta hoy ni siquiera en los ordenamientos legales se ha reducido la profanación a una ofensa a los sentimientos de los familiares, como sí se hizo con la blasfemia como ofensa de los sentimientos religiosos. De hecho, aunque no medie denuncia de familiares, la profanación nos sigue pareciendo un delito más allá de los daños a la propiedad porque el ultraje a los restos ofende y daña la humanidad del hombre en el muerto.

La práctica de enterramientos es tan reveladoramente humana que el nombre mismo de “humano” deriva del latín humus, tierra. Así que la inhumación significa el enterramiento de los muertos al mismo tiempo que la (in)humanación de los vivos. Al dar sepultura, los hombres no solo cuidan lo que les queda de sus difuntos, sino que preservan en sí mismos lo humano, oponiéndole a la muerte una resistencia imposible pero tenaz.

De la relación entre lo humano y el cuidado de los muertos puede decirse lo que San Agustín dijo de Roma: no fueron los dioses a los que cuidaba los que la mantuvieron en pie, pero Roma se preservó mejor mientras cuidó de aquellos dioses. Así mismo, no son los muertos los que salvan al hombre, pero cuidar de ellos pone a salvo mejor nuestra humanidad.

No es necesario creer en otra vida, basta experimentar que al respecto de los muertos y aun después de su muerte nos quedan obligaciones graves que cumplir. La persistencia de tales deberes es la forma elemental con la que la muerte no supone para el vivo un límite absoluto, ni para el muerto el des(en)tierro de entre los vivos. Y de ahí que la primera y más indeclinable de las obligaciones consista en sepultarlos, en evitar el abandono de sus restos: enterrar a un muerto es tanto como retenerlo en la sociedad de los vivos compuesta de afectos y gratitudes, de deudas y deberes.

A los vivos de los muertos apenas nos quedan su cuerpo y sus recuerdos, ambos divididos y vencidos ya por la separación. Reunir los restos en un lugar para impedir que se disgreguen, es tanto como resistirse también físicamente a la última consecuencia de la separación irreversible: el olvido. Dar sepultura es la clase de abrazo imposible que ya no podemos darle al difunto, pero que nos deja hacer con su cuerpo lo que hacemos con sus recuerdos: guardarlos, venerarlos, reunirlos y resistirnos a que se dispersen mientras nosotros mismos nos mantengamos en pie.

Sepultar a los muertos es ‘hacerles sitio’ en el mundo de los vivos y negarse a su destierro. Y en un doble sentido: se les hace sitio porque se convierte el mundo en un lugar donde caben los muertos; y se les hace sitio porque se les localiza en un lugar que pasa a cumplir las funciones post mortem del cuerpo, pues señala la localización donde cabe ir a ‘encontrar’ al muerto. Por eso, aquel lugar pasa a tener el nombre del muerto y se excluye de cualquier otro uso, y se separa del resto de lugares indiferentes, y se cuida y se mantiene reconocible la señal de todo aquello, con frecuencia inscrita en piedra, para que no se borre ni se olvide.

Pero dar sepultura no es simplemente algo que los hombres hacemos en el mundo desde que lo habitamos, sino que es un modo eminente de nuestra forma de habitarlo. Mundo es el adentro que se le abre al universo por la presencia humana y que, paradójicamente, se manifiesta en el caber de la ausencia, y, más en particular, en el caber del muerto. Por eso, las tumbas no son meros monumentos del pesar humano, sino el dar lugar al muerto, es decir, el tener lugar como caber y como acontecimiento de la muerte del muerto (cfr. "Mundus. Una arqueología de la existencia humana", Nuevo Inicio, 2019).

Con todo, cuando vamos al lugar donde cabe buscar al muerto, lo que encontramos es precisamente que el muerto no está, es decir, que está muerto. Lo que la sepultura localiza y convierte en lugar es su ausencia. Nunca antes el universo pudo acoger una ausencia: dar sepultura es dar lugar a la ausencia. Y, sin embargo, en aquel lugar esa ausencia tiene una fuerza incontestable, constantemente flagrante porque se produce en presencia de los restos de lo que fue el muerto. Y de ahí que la sepultura sea la huella monumental de una falta, de la ausencia invencible de aquellos que le faltan a nuestra vida para que sea completa, y al mundo para que sea el nuestro.

Denisse AlonÇo superviviente del brutal régimen de los Jemeres Rojos, tuvo que dar sepultura a los familiares que iban falleciendo. Leng, su sobrina de dieciocho años, viéndose morir consumida de hambre, le pidió “Tata, si no me voy esta tarde, me iré mañana. ¡No te preocupes! Cuando esté ahí arriba, ¿podrás encargarte de que me entierren bien? Hay que cavar un agujero profundo, tienes que enterrarme tú misma, para que no me roben la ropa y las bestias salvajes no puedan desenterrar mi cadáver”[1]. La sepultura impone la obligación absoluta de un trabajo penoso y perfecto. Afrontarlo es ingresarse en la esencia del hombre en el mundo[2]Por eso, la sepultura tiene la extraña naturaleza de una excavación arqueología en busca de lo humano que esconde el motivo de su búsqueda: es el escándalo de la putrefacción el que nos fuerza ominosamente a no dejar insepulto al muerto. Y ese mismo espanto obliga a cavar hondo y dejar al muerto a salvo de su exposición como muerto, de la inevitable y lacerante podredumbre de su cuerpo. 

El hombre aprendió a levantar monumentos para dar la medida del clamor de la ausencia, y, en la medida que son la huella erigida de un dolor que no se olvida, son también como la cicatriz de un daño sobre la tierra. Homero nos enseñó que, como a Ulises, a los hombres se nos reconoce por las cicatrices. A eso vamos en noviembre (o cualquier día) muchos de nosotros a los cementerios: a reponer sobre el mundo y sobre nosotros la cicatriz que dejó la muerte de aquellos cuya falta no se cura, y a no dejarlos caer en el olvido.

Allí regresamos una y otra vez a pedirle peras al olmo, a sembrar flores sobre la piedra, a reencontrarnos con nuestros muertos sin poder encontrarlos. Llevaba razón Nietzsche cuando dijo que dar sepultura es alentar, aunque sea desesperadamente, el deseo del reencuentro: solo la resurrección haría justicia a lo que las sepulturas expresan que los hombres sentimos por los muertos. Es cierto que el hambre no es prueba de la existencia de comida, pero es imposible no presentir que nos haría felices.



[1] AffonÇo, Denise, “El infierno de los jemeres rojos”, Libros del asteroide, Barcelona, 2018, p. 133.

[2] En las historias del célebre mago de la saga juvenil de J.K.K. Rowling, en el último de los siete volúmenes (Las reliquias de la muerte), cuando un elfo cuya raza estaba sometida a servidumbre y que Harry Potter liberó y convirtió en su amigo, muere defendiendo al joven mago, éste dice “no quiero enterrarlo mediante magia, sino como es debido. ¿Tienes una pala?”, como si el mago preservara su humanidad afrontando la carga de ese trabajo del que podría aliviar. El enterramiento es la señal del trabajo penoso del hombre sobre la tierra, la forma más doliente y desconsolada de trabajo, pero también el deber último para con el cuerpo amado del difunto.


Comentarios

  1. ¡Cuanta belleza, profundidad e inteligencia para celebrar a nuestros muertos! Lleno de admiración y agradecimiento.

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