VIGILAR EL FUEGO
Vigilar el fuego es vigilar la indefensión humana
Nuestros antepasados fueron nómadas dedicados a la caza y la recolección. Lo fueron durante centenares de miles de años de historia humana. Hace apenas diez mil años que el descubrimiento de la agricultura y la ganadería dio lugar a la creación de aldeas en algunas pocas regiones del planeta, y, progresivamente, en todas las demás. No obstante, los últimos cazadores recolectores sobrevivieron hasta finales del siglo XIX y buena parte del XX.
Durante todo ese tiempo la organización social
debió seguir un criterio elemental: todos los que pudieran cazar o recolectar
lo hacían, con la sola excepción de los que por alguna razón estaban impedidos,
es decir, ancianos, enfermos o heridos, niños y mujeres durante la lactancia y el
final de la gestación. Es razonable suponer que la obligada permanencia de
estos grupos en los campamentos base los convirtió en los cuidadores del fuego.
La posesión del fuego convirtió al hombre en el
señor del espanto de las fieras, colocándole en la cima de las formas de vida. Además,
una vez vencida la oscuridad y el frío de la noche y del invierno, el hombre
pudo poblar las zonas templadas y frías del planeta. Sin saberlo, se había
sobrepuesto a los movimientos de rotación y traslación del planeta que
condicionaban su vida.
La posesión del fuego abrió en el mundo un
lugar a salvo del frío, de la noche y de los peligros. Vigilar el fuego era
vigilar todo eso y mantener vivo el principio de la civilización. Freud sugirió que la mujer fue la
encargada de la custodia del fuego porque no podía entablar con la llama
erguida los duelos fálicos que empujaban al varón a miccionar sobre él. Es una
posibilidad…, ocurrente.
Lo
cierto es que el fuego se preservó junto a los más impedidos y dependientes
de entre aquellos nómadas. Cuidar de ellos era cuidar de los cuidadores del
fuego. Pronto, vigilar el fuego debió de convertirse en velar el sueño de los
que se congregaban al calor de su entorno, y es una imagen adecuada de cómo la
civilización, a pesar de todo, depende de esos espacios de templanza donde cabe
estar a salvo. Velar la indefensión ajena es vigilar el fuego del hombre.
Fue en esas sociedades en torno al hogar –el
lugar del fuego- donde se rompió la jerarquía comensal que reina entre los
animales: come primero el que puede evitar que otro lo haga antes. Al
contrario, en las sociedades humanas en torno al fuego, comen primero los que
menos pueden valerse por sí mismos para conseguir el alimento: los enfermos,
los niños, los mayores. Por eso, miles de años después, nuestros cuchillos de
comer ya no son los de cazar, con punta y filo, pues entre los que comen juntos
representamos que no hay hostilidad ni competencia.
Así como los cuchillos romos son un vestigio
recordatorio de la civilización del comer entre los hombres, es posible que
ofrecer el alimento antes de comerlo guarde bajo su cortés nimiedad la memoria
arcana de evitar que la comida sea motivo de disputa. Para comer los humanos
procuramos la aprobación de los próximos. Y algo de esa memoria arcana tiene
que guardar el mandato de ceder el lugar a los mayores, a los enfermos y a las
mujeres con niños, precisamente. Cuidar de ellos sigue siendo ahora como
entonces, cuidar del hombre y ponerlo a salvo, es decir, convertir nuestras
sociedades en el lugar donde los impedidos están a salvo, y, mediante ellos,
también se salva lo humano del hombre.
Cuando en 1945 los estadounidenses bombardearon
Hiroshima y Nagasaki, el ejército japonés ordenó que se evacuaran primero todos
los varones jóvenes sanos, es decir, los capaces para proseguir la guerra. Los agonizantes y los heridos, los ancianos, los niños y las mujeres a su cargo no eran la prioridad estratégica.
La barbarie de aquellas bombas y de la lógica belicista de quienes las
utilizaron y las padecieron, no es más que un caso de todas las crisis de la
humanidad y de la civilización en las que los capaces han postergado a los
dependientes. Esas crisis son siempre posibles, también tiempos de paz y de abundancia.
Vigilar que el fuego no se apague y que el
mundo no deje de ser un hogar a salvo para el hombre es cuidar, en primer lugar,
de todo lo humanamente indefenso, dependiente e invalido, y, después, de toda
forma de vida expuesta a nuestro poder. No es un lujo que nos podamos dar en
tiempos de abundancia, sino una urgencia en toda circunstancia de la que
depende que seamos capaces de preservar la humanidad del hombre.
Por eso todo lo que hace relación a los
nacientes, a los murientes o a los dependientes no es asunto que quepa tratar a
la ligera y entre aplausos para celebrar que los que quieren morir ya podrán
hacerlo con nuestra ayuda. No hay mucho que celebrar en la muerte, aunque se
hubiera pedido desde el sufrimiento o la desesperanza.
Esta es una discusión medular para la
civilización: ¿Cómo cuidamos de los que no se pueden cuidar por sí mismos? ¿Y
entre esos cuidados cabe incluir el no dejarlos nacer o matarlos cumpliendo sus
deseos? ¿Puede obligarse a todos a que asuman las convicciones de la mayoría
eliminando, por ejemplo, la objeción de conciencia de los profesionales?
Es claro que en nuestras sociedades hay al
respecto visiones contrapuestas y sensibilidades morales divergentes que hay
que reflejar en nuestros ordenamientos jurídicos. Pero, en cualquier caso, dar
la discusión por cerrada remitiéndose a la libertad de los que valiéndose por
sí mismos pueden evitar nacimientos o precipitar muertes de los que no pueden
nacer o morir por sí mismos, es, en el mejor de los casos, una frivolidad.
Es una insoslayable responsabilidad que nos
compromete como sociedad discutir abierta y respetuosamente sobre las formas
expuestas de la vida humana y nuestras obligaciones al respecto, porque, sobre
lo que no hay duda es que dejar de cuidar de los que no pueden hacerlo por sí
mismos, es apagar el fuego y extender la intemperie, convirtiendo el mundo y
nuestras sociedades en lugares expuestos al frío y la oscuridad.
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