CESAR CASIMIRO. In memoriam
Conocí
a Cesar a mi llegada al CEU de Elche en 2006, sede de la Universidad Cardenal
Herrera CEU, cuyo campus central está en Valencia y cuenta con una tercera sede
en Castellón. Recuerdo que como éramos colegas, los dos profesores de filosofía
y los dos doctorados con tesis sobre Aristóteles, esa circunstancia estableció
una particular cercanía inicial. Cesar había hecho su tesis en 1998 en la Universidad
Complutense de Madrid (donde se licenció en filosofía en 1988) sobre la
doctrina del término medio en la Ética aristotélica.
Además, los dos habíamos nacido en 1965 con
apenas dos semanas de diferencia y en Madrid. Y después de muchas vueltas, los
dos habíamos ido a parar a Elche como profesores de filosofía. Yo era vicerrector del campus de
Elche cuando Cesar pidió una excedencia en el Instituto de enseñanza media de
Elda y se incorporó a la universidad con dedicación completa en 2007, por
iniciativa del Instituto de Humanidades Ángel Ayala, del que dependía la
docencia en materias filosóficas que se impartían en todas las titulaciones.
Como luego me recordaría muchas veces, Cesar había leído mi tesis (Eunsa, 1993) como parte de las lecturas preparatorias para desarrollar la suya propia. De vez en cuando, entre elogios cariñosos, me reñía por no haber vuelto a escribir una monografía al estilo académico sobre otro autor o sobre algún otro asunto en el propio Aristóteles. A Cesar le gustaba el modo académico de hacer filosofía ceñido a estudios de asuntos particulares, bien documentado y con garantías de estilo y método. Escribió y públicó muchos trabajos de ese tipo, sobre todo acerca de Aristóteles y su ética, e impartió seminarios en la Universidad de Bonn sobre esas mismas materias. Aprendió alemán hasta ser capaz de impartir dichos seminarios, para los que se establecía en Alemania durante dos o tres semanas.
Siempre
regresaba de Alemania admirado de lo mucho de valioso que encontraba en aquel
país y en su sistema universitario. Su admiración no era ingenua, pues veía con
sentido crítico y realista las situaciones. Pero aquellas estancias académicas
avivaban su reformismo y exigencia crítica para con nuestro país. Cesar era
hijo de familias de la vieja Castilla y se sentía muy español, pero sin inflamaciones
patrióticas, más bien como los hombres del 98, tenía una preocupación española
por mejorar el nivel cultural, educativo, moral y cívico de nuestro país que le
llevaba del desengaño -a veces un poco mordaz y ácido, como era su humor-, al
empeño corajudo por no cejar en lo que de él dependía.
Y
dependió mucho porque en 2010 fue nombrado Vicerrector del Centro de Elche por
el rector José María Díaz, cargo que siguió desempeñando con la rectora Rosa Visiedo,
hasta que cinco años después fue nombrado delegado de la rectora para las áreas
y titulaciones de ciencias de la educación, junto con otras responsabilidades
en esas mismas áreas. Y en todas esas responsabilidades continuó ya bajo el rectorado de Vicente Navarro de Lujan. Cesar desempeñó todos esos cargos con entrega rebosante y
con la misma vitalidad generosa que ponía en casi todo. Apreciaba mucho a sus rectores, José María Díaz, Rosa Visiedo y Vicente Navarro, y me consta que todos le
apreciaban con enorme afecto personal y que lo tenían y tienen por amigo entrañable.
Cesar
no era fácil de gobernar pero se hacía querer. De ordinario reflexivo y
mesurado, aunque constantemente socarrón con una crudeza graciosa e
inteligente, de vez en cuando, como llevado de montura espantada, arremetía por
la directa allanando lindes, sembrados, huertos ajenos, amistades y colegas,
llevado de un ímpetu explosivo para enderezar algún entuerto y evitar atropellos. Hacía, en efecto, de Quijote, pero no necesitaba Sancho Panza porque con su
propia sensatez y modestia se reconvenía a sí mismo cuando de nuevo se retiraba
la marea. Y a pesar de todo era obediente y leal con sus rectores, que sabían
que tenían a alguien valioso y capaz en sus equipos.
De
ahí que, si bien siempre presumió con orgullo noble de castellano viejo y de la
austera sobriedad de sus gentes, como el mármol, tenía vetas anchas -muy
anchas- de “frutal dinamita”, que es como Miguel Hernández definió a
los hombres de las mías.
Cesar
era un hombre inteligente, apasionado, generoso, con sentido práctico, que lo
iba perdiendo todo por donde pasaba, que asumía los problemas ajenos como propios
y los peleaba con tesón, que ponía toda su vitalidad en lo que llevara entre
manos y que, casi de continuo, añoraba poder dedicar más tiempo al estudio y la
lectura. Pero, pese a ser un lector empedernido, curioso, culto y sensible, yo
creo que la forma de su vitalidad era tan sociable, comunicativa y expansiva
que no habría podido retenerse de continuo en la soledad.
Ya
fuera en la Universidad o en plena calle, Cesar iba saludando a estudiantes con los que se detenía y de los que con mucha frecuencia
tenía algo que contar con admiración; y es que era ‘partidario’ suyo, estaba a
su favor y en su beneficio de una manera espontánea, porque, creo yo, Cesar era
sobre todo un hombre con vocación por la educación. Por eso no había en él
ninguna distancia académica que lo encerrara en su ámbito de estudio y que lo
apartara de la dimensión personal de la educación, también la universitaria. Y
sus alumnos, como han manifestado de manera multitudinaria y conmovedora, lo
percibían y se lo agradecen con reconocimiento espontáneo.
Sus
clases, cuentan sus alumnos, eran atractivas, interesantes, personales. Su docencia
era provocativa e inteligente y suponía el centro de su dedicación diaria. Como
lo eran los estudiantes dentro y fuera del aula. Cesar era un profesor de raza y no
le hacía falta esforzarse, porque era su inclinación interior dominante. Por eso compartió tan intensamente sus ilusiones en la facultad de magisterio del CEU con todos sus compañeros, y en especial con su vicedecana, María.
Conversador
brillante y amistoso convertía los pasillos y los dinteles de las puertas en
foros íntimos al que estaba invitado el que pasara por allí, a sabiendas que el
destino de occidente, Max Scheler, las maldades cegatas del pedagogismo, la
irreconducible vulgaridad del emotivismo, la crisis pastoral de la Iglesia y la
cadencia suicida del sistema universitario español se alternarían con la
arrebatadora belleza de los trópicos y sus pobladoras, el atleti, las dietas
veganas y sus estragos, y la opción preferencial por la carne de buey o la heterosexualidad
sin contemplaciones.
Cesar
te hacía reír hasta de lo que creías que no debía ser dicho porque su humor era
el ejercicio de un exceso de efectos sutiles, desenmascaradores pero amistosos.
Pero
ese hombre inteligente, culto y brillante, cuya presencia se hacía notar, se infligía
con frecuencia el daño de minusvalorarse intelectual y académicamente. Y yo no
era capaz de desactivar ese hábito injustificado. Recuerdo una ocasión, en
medio de un seminario de estudio de la obra de Freud, en el que participábamos los
dos junto a su admirado y querido Pedro Jesús Teruel (hoy Titular de Filosofía
en la Univ. de Valencia), y al que más adelante se incorporó su muy querido
Jacobo Negueruela, recuerdo, digo, sorprenderme de que el azar -y, de hecho, dudar
y preguntarme si habría sido el ‘azar’- me hubiera puesto ante estudiosos tan
capaces.
Cesar
era crítico consigo mismo, a veces, duramente. Pero no era esa la preocupación
que ocupaba el centro de su corazón y, con mucha frecuencia, de sus conversaciones,
tanto las que teníamos a solas como las que compartíamos con Enrique Centeno y
Paco Sánchez, sus entrañables amigos y compañeros en las responsabilidades de
gobierno en el CEU (ninguno de los dos podía dejar de llorar inconsolablemente mientras
intentaban darme la noticia). El lugar donde podías encontrarlo a él llevado a
su verdadero centro eran sus hijos Blanca y Pablo, y María, su mujer. No había nada en este mundo que Cesar amara
más, ni más intensa, entregada y apasionadamente.
Nos
describía sus caracteres, sus potencialidades, y toda clase de rasgos que nos
los hacían -y me los hacen- sentir cercanos, cosa nuestra y familiar. Me
conmovían entonces y lo vuelven a hacer ahora las veces que con arrepentimiento
me contaba las cosas que creía haber hecho mal por su carácter y en relación con
ellos. Yo le correspondía con mis propias confidencias. Y los dos nos
consolábamos de no saber estar a la altura ni siquiera del bien de los que más
amábamos. Nos mirábamos con compasión el uno al otro y aprendíamos a ser un
poco más indulgentes con nosotros mismos y menos con nuestros defectos y
debilidades.
En
esas y otras ocasiones contaba Cesar que su conversión a un cristianismo más consciente
se había fraguado de joven en la parroquia de su barrio madrileño. Era hombre
de fe y piedad imposible de confundir con la beatería, porque, como en todo, su
sentido crítico era atronador y sufría con lo que describía como la declinante vitalidad
de las parroquias, la mediocridad intelectual y espiritual de mucho clero, y,
en suma, con la dificultad de componer espacios de vida cristiana. Pero festejaba expansivamente cuando un puñado de sus estudiantes acudía a una celebración en la Universidad.
Durante el confinamiento Cesar pudo volver a leer y estudiar vorazmente, a hacer deporte y dar largos paseos con María. Se sintieron regresar a los tiempos de su juventud, cuando se conocieron y Cesar estaba en paz, tranquilo, contento. Se lo noté en el tono de la voz y en la conversación alegre y relajada que tuvimos la última vez que me llamó.
Cesar murió antes de ayer, 20 de mayo de 2020, de un infarto que notó mientras hacía deporte en su casa, y del que no lo pudieron recuperar en el hospital. Tenía 55 años. Era mi amigo y su muerte me pone, otra vez, ante el escándalo de la desaparición de las personas y de la descomposición de sus vidas (y de sus cuerpos). Espero de verdad en la resurrección de los cuerpos de manos de nuestro Dios, y que nos deje volver a vernos, y de verlo yo feliz con su familia, haciendo reír a hombres y ángeles por las esquinas de la casa del Padre. Y no es un decir: lo espero.
Cesar murió antes de ayer, 20 de mayo de 2020, de un infarto que notó mientras hacía deporte en su casa, y del que no lo pudieron recuperar en el hospital. Tenía 55 años. Era mi amigo y su muerte me pone, otra vez, ante el escándalo de la desaparición de las personas y de la descomposición de sus vidas (y de sus cuerpos). Espero de verdad en la resurrección de los cuerpos de manos de nuestro Dios, y que nos deje volver a vernos, y de verlo yo feliz con su familia, haciendo reír a hombres y ángeles por las esquinas de la casa del Padre. Y no es un decir: lo espero.
En mayo de 2022, dos años después de la defunción de Cesar, en la Universidad CEU Cardenal Herrera, Campus de Elche, celebramos con la asistencia de las autoridades de la Universidad, la Fundación San Pablo CEU y la ACdP, un homenaje cuyo video puede verse aquí:
Aunque lo veía de vez en vez, César era un ser diferente por su alegría contagiosa. Uno de los favoritos de esa familia compartida. Ahora por su amigo-colega contemplo su trayectoria humana única, trabajada y labrada con el entusiasmo y la brillantez de un ser muy querido por su Hacedor. Aunque breve qué repletada vida de los dones del Espíritu!! Creo que es lo que espera el Padre de cada uno de nosotros.
ResponderEliminarGracias Higinio
ResponderEliminarGracias, Higinio.
ResponderEliminarGracias por todos estos detalles Higinio. No lo llegué a conocer, pero para mi era "uno de los nuestros" e intuí enseguida que se había ido alguien muy necesario. Y aquí me lo confirmas.
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