La NAVIDAD. Consideraciones antropológicas
En diciembre de 2018, IESE Madrid me invitó a pronunciar una conferencia que mostrara los aspectos más universales de la Navidad. Las notas para aquella exposición y algunos textos previos dieron lugar a estas consideraciones que ofrecí a mis amigos; ahora a todos.
La Navidad
Para mis amigos, crédulos e incrédulos
De entre
todas las dimensiones antropológicas de la Navidad he tomado cuatro para su
consideración:
la noche, la infancia, la casa y los tesoros.
La noche
La Navidad
es una festividad nocturna. No se trata solo de que sus celebraciones centrales
sean Noche Buena, Noche Vieja y la noche de Reyes, o de que sus galas públicas
y domésticas luzcan sobre todo de noche y conviertan a los días en vísperas.
Es que se celebran en el centro del dominio de la noche, en el solsticio de
invierno, cuando la noche extiende todo su poder sobre los días más breves. Por
eso, me parece que se entiende mejor la Navidad al hacerse cargo de la
simbología universal de la noche.
Nuestras sociedades nos han vuelto muy ajenos a obviedades que fueron cruciales para la existencia del hombre. Nos cuesta imaginar, por ejemplo, el efecto que la llegada de la noche producía –y produce- en cualquier lugar donde el hombre todavía tiene motivos para temerla. Durante milenios y desde el principio de la existencia humana, el frío y la oscuridad nocturna diferenciaron netamente el tiempo de la vida dividido en dos partes opuestas. Mientras que el día hacía habitable el mundo al que se podía salir, la noche exigía volver y ponerse a cubierto, buscar abrigo y velar juntos el sueño.
La
humanidad no habría poblado la totalidad del planeta y seguramente no habría
superado el poder de la noche sin la domesticación del fuego que permitió
vencer el frío, la oscuridad y la indefensión ante las bestias.
Inconscientemente, el hombre revocó los efectos de la rotación y traslación del
planeta al vencer el invierno, el frío y la tiniebla nocturna que cada día
regresaba todo al caos peligroso y confuso. Y de ahí que el hombre haya
padecido desde el principio lo que la pediatría contemporánea define como una
alteración infantil del sueño: terrores nocturnos.
La
noche misma es el escenario natural del terror y el tiempo de la inquietud. Por
el contrario, la continuidad, duración y profundidad del sueño parece ser la
ventaja evolutiva que permitió un mayor desarrollo neurológico entre los
homínidos. En cualquier caso, lo cierto es que la noche iluminada por el fuego
es la señal de la civilización humana y de que en el mundo ya no todo es
intemperie. Nuestras viviendas siguen siendo los lugares del fuego, el «hogar»,
donde nos protegemos del frío, la oscuridad y la indefensión. La Navidad incluye
la celebración de todo eso: en el centro de la noche, cuando el mundo es menos
amistoso y más inquietante, podemos sobrevivir juntos y celebrarlo velando la
vida y el sueño de los nuestros.
Eso es lo que representa el Portal que suele adornar: una techumbre que apenas protege de la fría noche, pero en el que una mujer y un hombre (y unas bestias según San Francisco) han abierto un rincón a salvo para la forma más expuesta y fragil de lo humano, un recién nacido. La Navidad guarda en su seno, pues, una celebración elemental: tenemos cobijo y no estamos solos.
Pero hay debajo de ésta otra razón todavía más primordial. Para
identificarla merece la pena no olvidar la mitología grecolatina que
identificaba a la noche, Nix, como
hija de Caos y madre de unos
gemelos: Hipno, el sueño, y Tánato, la muerte. Y es que, en efecto,
lo que nos «aterra» sobre cualquier otra cosa es lo que nos derrumba en tierra,
y eso es lo que significa ‘cadáver’, lo caído, pues nada espanta más que
la noche y el frío perpetuo del sepulcro. Ahí abatidos tenemos que dejar a los
nuestros, rodeados de un frío y una oscuridad sin solución que ya no podemos
vencer. He ahí la fuente de todo terror nocturno, y he ahí también lo que ha de
conjurar la Navidad.
Pero, si la ausencia de los muertos es invencible, no lo es la de los vivos. Poder volver es poder volver a empezar, pues justo cuando la noche
parece haber vencido al día, éste empieza a recobrarse y hacerla retroceder.
Ahí empieza de nuevo la vida y su tiempo, sus días y sus años. Y eso es también lo que se
celebra: poder volver a estar juntos en el principio. Es decir, estar vivos y
reunidos en el calor y la luz de una noche vencida, burlando una ausencia que
todavía no ha salido victoriosa. De ahí, la vitalidad dispendiosa que transforma la necesidad en libérrima abundancia, en fiesta. De ahí los cantos y bailes y los silencios que dejan celebrar la mutua presencia de los que pueden compartir un hogar: un mismo
lugar templado por el fuego en el centro mismo del poder de la noche, que
todavía no ha logrado su victoria. Por eso, en Navidad hiere renovadamente la ausencia
de los que ya no pueden volver, o simplemente de los que no vuelven.
Pero,
más todavía, en Navidad la noche deja de ser el escenario del terror para
convertirse en la ocasión de las bienaventuranzas nocturnas, de las ilusiones y colmos inesperables: el escenario encantado de los regalos y las
sorpresas que son lo contrario que las amenazas. Así que poder celebrar la Navidad
es poder disfrutar todavía de la vida de los demás y de la propia, y estar
dispuesto, a pesar de todo, a dejarse sorprender, a dejarse regresar a lo
elemental, apreciar su valor y festejarlo.
Por
eso hay un fondo de humanidad universal en la celebración de la Navidad y en su
representación mediante el nacimiento a la intemperie de un Niño, apenas
amparado por sus padres y unos desconocidos sin más hogar que el fuego
encendido. Todo ello lo podemos celebrar juntos todos los hombres de buena
voluntad. A este respecto los creyentes solo se distinguen de los demás en que
creen que todo eso es sencillamente verdad: que la noche ha sido realmente vencida, que hay motivos para una felicidad jubilosa, que los Reyes
Magos existen, que tras las pesadillas los sueños traerán buenaventuras
inesperadas, que el regalo más inaudito e inimaginable tendrá lugar, porque el
Niño nacido es el mismo que dejará su sepulcro vacío, abatiendo del todo y para
siempre el poder de la noche.
Se entiende que fijaran la celebración de la Navidad sobre la fiesta judía
«de las luces» y la romana del «Sol invicto», es decir, de la luz y el calor
que no se apagan. Tal vez por eso se encienden luces y llenamos nuestras
ciudades y casas de destellos que parpadean para ayudarnos a
creer que todo eso es verdad, que ocurrió, por increíble que parezca.
La
infancia
Durante
milenios los ancianos –que eran muy pocos sobre el conjunto de la población-
ocuparon el centro de las referencias culturales y de los sistemas sociales.
Los jóvenes se dejaban barbas y vestían de modo que disimularan su juventud
porque era la experiencia lo que concedía
crédito y relevancia social.
Lo anterior pone de manifiesto hasta qué punto
las edades de la vida son objeto de valoraciones históricamente diversas.
También ha ocurrido con la juventud: en sus memorias Zweig cuenta cómo a
principios del siglo XX sus compañeros de estudios dejaron de intentar parecer
mayores y empezaron a verse a sí mismos como jóvenes. Empezó a extenderse la
práctica del deporte, el gusto por la velocidad, los bailes no tradicionales y
la informalidad en los atuendos y el lenguaje. Aparecieron las juventudes
políticas (por cierto, más proclives a los totalitarismos que a las tibias
democracias), las estrellas y celebridades de la naciente cultura pop.
Desde entonces y aunque hoy hay menos jóvenes
que nunca –o, tal vez, también por eso-, la juventud se ha convertido no ya en
una cualidad casi indiscutible por sí misma, sino en objeto de idolatría. Y
contra toda lógica preferimos políticos, directivos y profesionales jóvenes
como si la falta de experiencia siempre fuera más un potencial por definir que
una ignorancia por despejar. Recuerdo la mordaz ironía de un querido profesor que
presentaba a sus jóvenes doctorandos como los autores con más futuro…, para
agregar de inmediato, “y con menos pasado y apenas presente”. La broma deja ver que la juventud exaltada hasta su límite conduce a
la infancia como paradigma: nadie con más futuro y menos pasado que el niño. De
ahí, me parece a mí, el infantilismo de fondo que implica la sumisa exaltación
de lo juvenil.
Pero en la medida que la infancia tiene todo
el futuro por hacer, se convierte, por paradójico que parezca, en la perfecta
encarnación del pretérito, es decir, una reliquia viviente del pasado genérico.
El primero en sugerirlo fue Rousseau, el introductor de la admiración por lo
infantil en nuestra tradición pedagógica (pese abandonar a sus cinco hijos).
Para Rousseau el niño es lo más parecido al estado de naturaleza original que
tenemos a la vista, tal vez junto con los pueblos primitivos que son como la
infancia de la especie humana. En ambos brillan trazos de la inocencia previa a la
depravada civilización.
Freud ratificó el vínculo entre infancia y
culturas primitivas pero asoció ambas con las psicopatologías. De manera que
esdebajo de la civilización y de la madurez, en la rusticidad pulsional y
en los traumas infantiles respectivamente, donde habría que buscar el foco
patógeno de nuestras psicosis así como el origen oscuro y olvidado de la culpa
que nos angustia.
Y ciertamente, en la infancia de alguna manera
misteriosa está latente no solo todo el futuro potencial, sino todo el pasado
olvidado de la especie humana. En cada niño renace realmente la humanidad en su
conjunto, todo empieza de nuevo y hasta es posible que las culpas del hombre no
le dobleguen y los futuros más compasivos se hagan realidad. Eso es lo que la
tradición cristiana llama la plenitud de los tiempos: el nacimiento de un Niño
pobre de una nación sometida capaz de hacer nuevo el pasado y el futuro de la
humanidad. Y ahí todos podemos celebrar la Navidad porque ya sea desde la fe en
Dios hecho hombre o en el renacer de lo humano, la infancia y el nacimiento
continuo de lo humano permiten no apagar la esperanza en el hombre.
Para los creyentes, además, ese Niño entraña
el misterio de la infancia sin infantilismo como perfección de todas las edades
de la vida. Tal vez sea porque nuestra vejez se ha hecho tan extraña a la
infancia por lo que ya no la sabemos entender. Y es que solo los niños o los
que no han matado del todo su infancia y la inocencia como hizo Herodes, pueden
dejarse transportar por las luces, los dulces, los cánticos y las reuniones
navideñas para revivir la calidez de la existencia al alcance del abandono
filial de los niños. Recrear esa calidez para otros es una forma doméstica de
hacerse como niños y poder recibir los dones misteriosos.
Pero entre la infancia y la Navidad hay otro
vínculo esencial. De hecho, la Navidad ha formado parte principal del descubrimiento de la infancia. Puede
parecer extraño, pero lo cierto es que la infancia no había supuesto un momento
esencial de lo humano hasta entonces. Ni en la mejor historia del pensamiento,
con Sócrates, Platón y Aristóteles a la cabeza, ni en la historia de las
religiones, ni en la del derecho, ni en la del arte había merecido la infancia
un estatuto semejante al que nosotros le reconocemos. Sócrates despide a su
mujer y su hijo en el momento de su muerte para vivir esos últimos instantes con sus
amigos: “que alguien se los lleve”, le pide a uno de sus amigos refiriéndose a
su mujer y su hijo. Aristóteles admite el infanticidio en determinadas
circunstancias. Abraham, el patriarca judío, abandona de niño a su hijo Ismael
con su madre en el desierto, y es Dios quien se apiada de sus gemidos y lo
salva; y cuando se dispone a sacrificar a su hijo en un altar no está haciendo nada
extraño entre las religiones, ni tampoco nada reprochable o los ojos del
derecho romano, por ejemplo, que concede al pater
el derecho sobre la vida y la muerte de los suyos.
Pero no es necesario remontarse a la historia:
son millones los padres y las madres chinas que se han sometido durante décadas
al gobierno comunista y han abandonado o sencillamente eliminado a niñas recién
nacidas para cumplir la ley del hijo único. Y eso mismo se hacía en Grecia y
Roma donde la exposición de niños (sobre todo niñas) era una práctica masiva,
como siguió siéndolo por siglos en muchas partes de Europa. Por no hablar de las actuales y masivas prácticas de abortos que hacen manifiesta la debilidad del corazón y la conciencia para el aprecio de lo humano
en sus formas más dependientes.
Pues bien, en un tiempo en el que moría un
niño de cada tres antes de cumplir un año, y la mitad no cumplían los cinco
años, o en el que se podían hacer matanzas de inocentes como la de Belén sin
provocar ningún levantamiento, descubrir en un niño recién nacido toda la
dignidad de lo humano requería de un aprendizaje cuya memoria y patrimonio sigue
siendo para nosotros la Navidad. Hizo falta un Niño al que poder adorar para
que los hombres apreciaran lo que de adorable hay en la infancia. Ese fue un
regalo navideño del que todos los hombres de buena voluntad todavía disfrutan. Y
algo parecido ocurrió con la maternidad. No hay exageración -al menos, eso creo-
en decir que la invención de la
infancia está vinculada a la Navidad, si por invención se entiende su sentido
etimológico: descubrimiento o encuentro de lo que estaba cubierto, en este
caso, bajo una dureza del corazón.
Seguramente por eso, ni la infancia ni la
maternidad habían sido materia para que el arte las enalteciera, hasta que el
cristianismo lo suscitó con una profusión y centralidad inaudita. En la Navidad tiene lugar, en su sentido literal y metafísico, una 'apoteosis' de la familia, es decir, un endiosamiento de lo familiar que san Francisco de Asís supo imaginar con la forma de un padre y una madre rodeados de bestias y arropando a un Niño que era la esperanza del hombre. La Navidad
concentra todo ese patrimonio estético, moral, emotivo, jurídico y religioso
que ha dado forma a nuestras sociedades y a nuestro corazón, y que ha descubierto la infancia como algo adorable.
La casa
Como es
sabido, Ulises es famoso por las proezas que hizo para
poder volver a Ítaca, su hogar. Aquiles en
cambio sabía que si salía hacia la guerra no volvería vivo, aunque alcanzaría
una gloria inmortal. Abraham y Moisés son famosos por haber salido de su casa.
Y eso mismo hicieron José y María como exiliados perseguidos. Salir es signo de libertad; volver es lo que hacen los que no han
sucumbido. Así que desde el principio de la historia cultural de Europa, las
ideas de poder volver y seguir vivo están asociadas en un simbolismo no
meramente imaginario.
Quienes
no pueden volver están extraviados, cautivos o, en el mejor de los casos,
impedidos por algún inconveniente. Pero no poder volver en absoluto, es no
estar vivo. Les ocurrió a todos los compañeros de Ulises, ninguno de los cuales
regresó. Y nos ocurrirá a todos, aunque, entre tanto, cada vez que salimos esperamos poder volver.
La
Odisea es un catálogo de toda la clase de motivos por los que los hombres
pueden perder el camino y no regresar: mujeres arrebatadoras, tormentas invencibles,
artimañas de brujería, sirenas de inteligencia alucinógena, monstruos marinos,
gigantes crueles y, sobre todo, los frutos de ‘meloso dulzor’ que, como las flores de loto, hacen
perder la memoria. Y es que para Homero quien
pierde los recuerdos pierde el camino de vuelta.
Los
muertos homéricos han cruzado el río del olvido y han perdido todos sus
recuerdos de manera que no saben quiénes son y, por eso mismo, no pueden
regresar y están muertos. Por el contrario, no estar muerto es poder volver
para contarlo, pues ambas cosas -volver y contarlo- son tanto como ser uno
mismo y estar vivo. Sin embargo, a pesar de todas sus aventuras y heroicidades,
si Ulises pudo volver fue porque le esperaban y no habían hundido su recuerdo
en el olvido. Nada de cuanto hizo el héroe habría bastado si Penélope no
hubiera preservado en pie el lugar al que se podía volver. La memoria del
corazón no solo permite seguir el camino de vuelta, sino que mantiene en pie el
lugar al que volver.
Como
aquella mujer, lo hombres también tenemos que tejer la trama de los días y los
años de nuestras vidas para verlos destejidos antes incluso de finalizada la
jornada. Nada apenas quedaría sin ese reservorio de lo que somos compuesto por
los recuerdos esenciales de la vida. Recuerdo procede del latín cor que
significa corazón, porque recordar es regresar o sostener algo en el corazón,
es decir, guardar y aguardar. Es curioso que esa sea la actitud más recurrente
de entre las pocas que los Evangelios describen de María: guardaba en su corazón, es decir, consideraba sin olvidar.
Solo la
memorable –y memoriosa- fidelidad de Penélope mantuvo abierto el lugar al que
Ulises podía volver. Hoy los rigores de la corrección nos obligarían a decir
que los papeles son intercambiables, y que también la espera de Ulises podría
haber hecho posible la vuelta de Penélope. Pero eso es sencillamente
irrelevante. Lo decisivo es que propiamente solo se puede volver al lugar abierto por disposiciones y relaciones incondicionales, que se sobreponen y persisten a través del tiempo y de las circunstancias.
En realidad, solo se puede volver a casa; o, como dice Rafael
Alvira, la casa es el lugar al que se vuelve. A los demás
sitios se regresa o retorna, pero volver en sentido exacto solo se puede volver
a casa.
Por eso,
cuando James Joyce quiso
hacer la parábola literaria del hombre contemporáneo escribió otra Odisea en la
que a su protagonista, Leopold Bloom, su mujer le engaña durante sus ausencias. De manera que,
sin lugar al que volver, el día –y la vida en realidad- se le convierte
a Bloom en un errante vagabundeo por lugares a los que ha ido mil veces, pero a
ninguno de los cuales puede volver en realidad.
Y es que
sin lugar al que volver, sin casa, tampoco se tiene un lugar en el mundo desde
el que se pueda volver a empezar, en su sentido más esencial. El sueño, el
alimento, el baño y el abrigo de la casa son todos ellos necesidades diarias
que tienen el resultado común de renovar al sujeto y reponer sus energías. Esa
renovación es el efecto propio del hogar en sentido físico, aunque su efecto
más genuino es la renovación interior del principio desde el que se puede
volver a empezar. Pero eso solo es posible donde hay una determinación
incondicional a acogernos de vuelta, sea cual sea nuestro quebranto.
De ahí
esa cansina vejez interior que caracteriza al sujeto contemporáneo que, por
otra parte, tan rendida veneración dedica a la juventud y lo juvenil. No poder
volver es no tener en el mundo ese rincón de templanza, ni poder renovarse,
condenado a vivir errante y sin refugio. Pero no se trata del desarraigo
característico de la vida moderna en las megaciudades o del nomadismo
cosmopolita en un mundo globalizado. También en esas circunstancias es posible
tener un sitio al que volver porque no se trata de un mero lugar físico. Lo que
nos deja sin sitio al que volver es nuestra incapacidad para dar crédito y
hacer realidad lo incondicional en nuestras vidas, en nuestras lealtades y
promesas, en nuestros ideales y, sobre todo, nuestra dificultad para imaginar
un perdón y una compasión incondicional.
Ese desarraigo tiene su
oasis en la Navidad, cuyo tiempo es la noche y cuya sede es la casa. Por eso la
decoración y el cuidado de la casa es la expresión de una calor metafísico: que
tenemos hogar en este mundo porque no es un mero destierro. Tener un sitio
al que volver significa no estar del todo perdido, y permite decir aquello de
Tolkien, “no todo errante anda perdido”. Ese es, me parece a mí, el sentido
antropológico genuino de la Navidad: el renacimiento de todo y, más en particular,
de cuantos tienen un lugar al que volver juntos y experimentar lo que hay de
incondicional en sus vidas. Y ese es también, pero acrecentado hasta lo
increíble, el sentido religioso de la Navidad: el nacimiento de un perdón y una
misericordia incondicional que todo lo renueva y lo refunda en la vida de un
recién nacido.
Un Niño
sin casa donde nacer, pero que desde hace dos mil años ha hecho creer a
millones de personas que -pese a su indecible dificultad- es posible prometer,
amar y perdonar incondicionalmente, pues si bien este mundo es una odisea no
pocas veces terrible, más allá también hay una casa a la que volver,
la casa del Padre. Y es que los hombres solo podemos pensar el lugar de la
dicha como el sitio al que volver.
Tesoros (regalos)
La
lectura en voz alta de clásicos de la literatura infantil a un público
expectante y exigente es, de entre las muchas y dichosas servidumbres de padre
de familia numerosa, una de las que provoca tiempo después un recuerdo más
agradecido. Los libros para niños –los buenos- esconden una seriedad que pone a
prueba la madurez y el realismo de los adultos.
Por ejemplo, la saga de J. K. Rowling sobre
las aventuras de Harry Potter brinda horas de emoción e intriga. Pero si las
peripecias del joven mago y de sus amigos resultan tan fascinantes no es, me
parece a mí, por la velocidad vertiginosa de sucesos que caracteriza la
literatura y el cine contemporáneos, sino porque el mundo mágico de Potter no
se limita a ser un orden paralelo del mundo real sino que lo infiltra de
excepciones y prodigios.
Es la unidad de ese universo de
magos y de hombres el que sirve de metáfora comprensiva de la realidad y de la
existencia humana. Efectivamente, hay caminos en la vida que como el tren de
Howards, solo se pueden tomar si uno se lanza de cabeza contra un muro y se
atreve con lo imposible; o personas que cuando hablan vuelven luminoso y
profundo lo que dicen, o que con solo hablar resultan encantadoras, o te hacen
sentir ligero y apenas tocando el suelo, mientras que otras nada más aparecer
oscurecen los días y oprimen el pecho; hay lugares que uno ha mirado mil veces
y nunca ha visto, o sucesos y personas que son verdaderas apariciones
repentinas en el momento más precisado; hay gestos y dichos que despiertan
todos nuestros temores, y otros que los apaciguan y nos consuelan.
No es necesario creer en la
existencia de brujas para saber que hay mujeres (y hombres) capaces de lo
inimaginable. Por eso, los cuentos sobre ogros y brujas nos ayudan a no serlo y
a reconocerlos. Y es que la realidad a secas contiene tantos prodigios que su
recreación no estaría completa sin el relato fantástico. Hay en ese genuino ‘realismo
mágico’ algo imprescindible para lograr el más escueto y sobrio realismo. Para
comprenderlo hay que ser como los niños capaz de asombrarse: la realidad no es
por sí misma tan escasa y anodina como nos proponen nuestros deseos
despechados. Los adultos vivimos en una realidad recortada por nuestras
decepciones y miedos. Y esa es en entre todas, la más grave escasez que
padecemos.
Por ejemplo, damos por hecho que
no existen las islas del tesoro y que no merece la pena embarcarse en su
búsqueda sin sospechar que la mitad del mapa que siempre falta señala lugares
comunes que frecuentamos a diario. Todo camino empieza en la puerta de casa,
también el que lleva al lugar más inesperado. Para encontrar tesoros hay que
preguntarse por qué siempre están en islas en medio de océanos, y qué tienen
que ver los tesoros con el mar y las islas, o con los desiertos y las cuevas,
que son los otros lugares donde abundan.
El mar y el desierto son la geografía del
tiempo. Allí nada permanece, todo fluye y cambia en un movimiento continuo que
no permite construir nada ni erigir ninguna señal, ningún recuerdo. En el mar y
en el desierto, a todo lo humano le ocurre de inmediato lo que en el mundo
ocurrirá con el tiempo: el olvido. En
cambio, las islas batidas por las olas furiosas, o las cuevas rocosas bajo las
tempestades de arena son lo que permanece, lo que no sucumbe con el cambio. Por
eso, son los lugares donde cabe buscar y encontrar tesoros que, como el oro y
los dimanantes, se caracterizan por su inalterabilidad, por su resistencia al
desgaste y al tiempo. Un tesoro es lo que permanece inalterable a través del
tiempo y de los cambios de la vida y del corazón, más furiosos y destructivos
incluso que las olas y las tempestades. Y eso es lo que los adultos no nos
atrevemos a creer que exista, porque ya no tenemos ni el coraje ni la ilusión
necesarios para buscarlos.
Y esa vida recortada por el desengañado
cinismo que llamamos madurez se expresa indisimulable en nuestra incapacidad
para regalar, pues hacerlo requiere ser rico y tener en abundancia en el exacto
sentido de que hay que tener tesoros que entregar, es decir, amores y lealtades
sin dimisión, fidelidades sostenidas, ideales que no se gastan y personas a las
que adorar. No hay pobreza mayor que no tener nada que ofrecer. Pero si es así,
entonces, merece más el título de tesoro lo que nos produce el deseo de regalar
que lo que regalamos: regalar es tener un tesoro al que adornar, es decir, un motivo para vivir que apenas se
expresa en lo que se regala. En realidad, el deseo de regalar es el movimiento más genuino del espíritu cuya naturaleza consiste, precisamente, en poder ponerse a sí mismo como contenido de la comunicación: simultáneamente ofrenda y oferente. Así que la generosidad no es una virtud, al menos no principalmente, es mucho más que eso: es la dinámica interna y constitutiva del espíritu.
Esa es la enseñanza que entrañan las tres
figuras que atraviesan el desierto como navegantes guiados por una estrella y
cargados de tesoros para regalar. Los Reyes Magos pasan por ser la historia más
fantástica para niños, en la que la magia se vuelve la cordura que explica lo
increíble de la realidad. Desde luego que aquellos tres hombres merecen el
título de magos y de principales o de Reyes entre los sabios. Magos y sabios
porque sus tesoros como todos los auténticos regalos sacan a la luz las
maravillas ocultas en la realidad común, como el prodigio de la luz de
cualquier rostro humano, o la mera existencia de alguien para quienes le aman,
o lo literalmente adorable en el caso de aquel Niño en una casa pobre en una
región sojuzgada de hace dos mil años.
Pero para tener tesoros que ofrecer hay que
atravesar los desiertos y océanos de la vida cargando con su peso. Solo a su
través nos convertimos en isla donde, a su vez, otros puedan buscar y encontrar
los tesoros que buscan. Como los personajes de los relatos infantiles, todos
somos buscadores de tesoros, aunque no sabremos hasta el final si para
saquearlos o regalarlos, es decir, si para matar la inocencia como Herodes o venerarla
como los tres Reyes Magos. Ellos cruzaron las mudanzas del mundo para adorar a
un Niño, en el que aprendimos no solo qué es la infancia de los hombres, sino
que ésta forma parte de Dios.
Saber regalar requiere una inclinación tan
feliz y favorable hacia alguien que, como dijo Adorno, si no fuera posible
regalar “quedarían precisados del regalo aquellos que no regalan. En ellos se
arruinarían aquellas cualidades insustituibles que solo pueden desarrollarse
sintiendo el calor de las cosas”. Está más incompleto el que regala sin el
regalar que el destinatario sin el regalo. La Navidad es el tiempo dispuesto
para no olvidar el calor de las cosas cuya realidad resplandeciente caldea el
mundo, lo realmente real.
Si embargo, regalar requiere un último aprendizaje:
el regalo no lo hace el que lo da sino el que lo acepta, pues antes de su
aceptación no puede ser más que un ofrecimiento. Así que todo regalo para serlo
ha de incluir la súplica de que sea aceptado. Por eso, es sabio hacerse como
niños, para que se puedan ver con aprobación e indulgencia las imperfecciones y
el escaso valor de lo que se ofrece y que, a pesar de todo, nuestro regalo
llegue a su destino, a través de mares y desiertos, como los Reyes Magos.
Gracias, maestro. Esto es verdaderamente un regalo navideño.
ResponderEliminarFeliz Navidad, Guillermo!
EliminarGracias.
ResponderEliminarA usted, Alejandro. Feliz Navidad.
EliminarSe acepta con sumo agrado este regalo compartido por tantos. Sus escritos son como un pozo de cristalinas aguas que ayudan a surcar estos desiertos.
ResponderEliminar¡Gracias y feliz Navidad, Víctor Manuel!
EliminarMuchas gracias, Higino, también para ti y los tuyos, que las restricciones no nos impidan encontrarnos en ese lugar al que se vuelve por Navidad.
ResponderEliminarYa sabe, el regalo lo hace realidad el que lo acepta. Así que gracias también a Usted. ¡Feliz Navidad !
ResponderEliminarEstupendo. Feliz Navidad
ResponderEliminarGracias JB. Feliz Navidad
EliminarHay personas que ...vuelven luminoso y profundo lo que dicen...ENCANTADOR...
ResponderEliminarAl releer ese texto se puede volver a sonreír aún cuando es de noche, se siente la vejez y solamente uno ha perdido el rastro. Eternamente agradecida.
Muchas gracias Lola y feliz Navidad siempre!
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