La PANDEMIA y los CAMBIOS de ÉPOCA
El miedo cambia de dirección
Toynbee sostiene que la historia humana sigue un proceso de aceleración creciente de la comunicación. De manera que al principio los cambios se producían más deprisa que su comunicación, hasta que en torno al siglo XVI la velocidad de la comunicación empezó a ser mayor que la de los cambios. Cabe pensar que, desde entonces, uno de los principales cambios ha sido precisamente la constante aceleración de la comunicación, y el hecho de que esa velocidad se haya transferido al ritmo del surgimiento de conocimientos y transformaciones.
De ahí, quizás, la dificultad que
encontramos para comprender y definir nuestro tiempo por sus cambios. Y es que la
historia del hombre ha pasado de moverse a un ritmo casi geológico, con cambios
a través de largos periodos, a moverse a escala casi atmosférica con transformaciones
casi tan veloces como las del clima. El ritmo de cambio de la tierra no solo es
más lento que el de la atmósfera, sino que permitía sentir a los hombres de
otros tiempos que su mundo estaba hecho de tierra firme. Nosotros apenas
podemos anunciar un cambio cuando ya se ha mudado, tal vez, porque ha sido anunciado.
Cabe, sin embargo, encontrar registros
de cambios suficientemente ‘lentos’ como para poder diferenciar etapas. Y, en
ese sentido, puede decirse que las épocas y sus fases se diferencian por el miedo que las
polariza. En Europa occidental el miedo al hambre, a la peste, al Islam, a la
maquinización, al comunismo, a la guerra nuclear y al colapso ecológico. Cuando
ese miedo global cambia, una nueva fase de la historia política o cultural se
abre. El miedo a las pandemias parece suponer uno de esos cambios, o, por lo
menos, formar parte de un proceso de cambios que reformulen nuestra situación
y, a la larga, nuestra época.
La definición negativa que el miedo confiere
a las épocas es, muchas veces, más efectiva que la que se sigue de los ideales
que se admiran y proclaman, entre otras razones porque el miedo -si es suficientemente
predominante- selecciona los bienes y los ideales que nos parecen mejores.
Entre los cambios que la pandemia ha
traído y que causarán transformaciones de importancia, caben destacarse las
nuevas direcciones a las que nos empuja el miedo. Antes de la pandemia el miedo
era aislacionista, segregador y nacionalista. Lo hemos visto colaborando para levantar teocracias fundamentalistas, consumar el brexit, levantar muros, blindar fronteras y enfrentarse a la
globalización con ímpetus proteccionistas.
El impacto inicial de la pandemia con
el cierre de fronteras, la suspensión de las comunicaciones y la necesidad de asegurar
recursos estratégicos mediante producciones nacionales, parece reforzar muchas
de esas tendencias. Y así ha sido mientras la presión epidemiológica se ha
mantenido sin solución a la vista.
Sin embargo, a medio y largo plazo
tales restricciones a las comunicaciones no son sostenibles y los tráficos de
personas y mercancías impondrán la necesidad de garantizar no solo la propia
seguridad sino la ajena. La pandemia nos sitúa en un escenario nuevo, tanto en
términos de salud pública como económicos: nadie está del todo a salvo hasta
que todos estén a salvo.
El miedo, dice Hobbes, es el temor a
un daño probable. Pero cuando ese daño parece evitable, y el propio miedo
empuja a enfrentarlo, entonces se le llama coraje. Pues bien, nuestra situación
nos impone una sola dirección para consolidar la solución que las vacunas pueden
significar: vacunar a todos. De ahí que la cooperación internacional se vaya a
convertir en asunto de seguridad nacional. Ciertamente, el miedo seguirá
impulsando el inevitable aislamiento como protección, pero con un coste tan alto en
términos económicos que la necesidad de restablecer las comunicaciones impondrá
la colaboración.
La situación en Brasil o en la India y
el temor a que nuevas variantes echen por tierra el efecto de las vacunaciones
es una emergencia de primera importancia, y convierte definitivamente la salud
pública mundial en asunto doméstico. No hay solución perdurable que no sea
también una solución global. De manera que la debilidad de las infraestructuras
en grandes regiones y estados del planeta se nos ha convertido realmente en un
problema local, que ningún organismo internacional podrá suplir sin el
desarrollo económico e institucional de esas comunidades. Por primera vez, su
pobreza ya no los mata a ellos solos, sino que amenaza con matarnos a los
demás. Así que la pobreza y el subdesarrollo han encontrado en el orden
biológico la necesidad de la colaboración mundial de los prósperos que la ética
no había sido capaz de promover, no al menos con la suficiente eficacia.
Seguramente, el cambio más decisivo al
que asistimos es que el miedo individual y colectivo se ha hecho cooperativo y
mundialista. Así que de repente las imágenes de las favelas brasileñas o de las
aldeas indias nos producen miedo y no solo pena o compasión como hasta ahora, y
eso en el mejor de los casos. No es que nos sobrecojan las penosas condiciones
que la pandemia produce en esos lugares, es que nos tememos que nuestra propia
suerte está amenazada por esa indigencia.
Los latinos llamaban ‘suerte’ al lote
de tierra que le tocaba a cada cual en el sorteo de los territorios
conquistados. Los ‘consortes’ eran los que recibían el mismo lote. Pues bien,
el mundo se ha convertido en el lote de los que corremos una misma suerte ante
las pandemias, y su temor ha explicitado nuestro consorcio como especie con una
fuerza que nada había conseguido antes. Ese miedo va a hacer más por la
formación de la conciencia de la humanidad como una unidad de destino que todas
las buenas razones que nos dábamos.
Sin embargo, si ocurre así no será
porque unánimemente empujemos en esa dirección. Muy probablemente, el miedo
arrastrará a muchos en direcciones opuestas que intentarán convertir a esas
regiones en guetos semicontinentales, desde los que no se podrá viajar a las
regiones seguras, es decir, prósperas del planeta. Seguramente, esas restricciones serán razonables y sostenibles durante un tiempo, aunque harán aparecer formas
nuevas de xenofobia sanitaria. Pero, por masivo que fuera ese movimiento, no se
tratará más que de muchedumbres caminando en sentido contrario al rumbo de un
iceberg, porque la única solución a nuestro miedo es que los pobres del mundo
estén también a salvo.
Y no sería la primera vez que ese
movimiento acelerado con la fuerza del miedo se convirtiera en el ideal que
defina positivamente a nuestros años. Sería algo tan antiguo como aquello de
convertir la necesidad en virtud. De hecho, a los hombres se nos da mejor
convertir las necesidades en virtudes que asumir las virtudes como
necesidades. Puede ser que, a este respecto, la historia nos conduzca hacia
donde no habríamos ido por nosotros mismos, por lo menos no con la velocidad de comunicación del miedo.
Comentarios
Publicar un comentario