Meditaciones veraniegas III. SOCIOLOGÍA y ÉTICA playeras
Los peligros imprevisibles a los que
exponía el litoral empujaron a muchas grandes ciudades a distancias prudentes
tierra adentro. Los romanos, por ejemplo, desdeñaban las cercanas playas
mientras preferían la forma ´civilizada´-propia de la civitas- del baño
en las termas. En cambio, aunque es casi seguro que disponer de pulidos baños
domésticos a los que volver forma parte del placer playero, lo cierto es que en
las sociedades contemporáneas la playa es el símbolo idealizado de un bienestar
accesible.
Pero esa idealización es paradójica, pues si bien incluye su disfrute solitario y exclusivo, depende en realidad del
deseo multitudinario de disfrutar de la playa. De hecho, en las playas la
multitud llega a serlo como en pocos lugares más. Las aglomeraciones playeras
no son como las de los medios de transporte público, ni como las muchedumbres
en los centros comerciales, sino que se parecen más a los hacinamientos de los conciertos
musicales de los que forman parte esencial.
Una playa solitaria se parece a un
concierto pop sin público: solo es un lujo porque son multitudes los que
querrían disfrutarlo, pues, por mucho que esas mismas muchedumbres nos
incomoden, la persistente soledad devaluaría tanto el concierto como la playa. Para
nuestras muchedumbres solo es un privilegio lo que muchos otros disfrutarían si
pudieran, es decir, lo que la muchedumbre misma desea. De ahí la satisfacción
casi competitiva con la que se asienta la sombrilla y demás enseres playeros,
como si del logro de un espacio vital en el seno del privilegio mismo se
tratara.
Como sabemos, el baño, la comida, el
sueño y la conversación son los cuatro hábitos que convierten un lugar en
habitación (cfr. Med. ver. II), en casa. Y los cuatro forman parte central del disfrute playero, al
que, no obstante, hay que sumar el paseo y el saludo, que son hábitos del
espacio público. Esa síntesis entre hábitos domésticos y públicos deja ver la
playa como el espacio público ocupado con la forma de lo privado, es decir, con
la forma de un privilegio, pero multitudinario.
En ese sentido, nada más democrático
que una playa en la que todos se despojan de las diferencias de posición y
donde nadie puede ocupar mucho más espacio del que sea capaz de usar. Pero, más
allá, se trata de un fenómeno compuesto por la síntesis del carácter privado aunque multitudinario del acceso a un privilegio del que forma parte sustancial la
muchedumbre que aspira a disfrutarlo.
Por eso la playa como fenómeno social
participa de la lógica de las estampidas, aunque invertida. Si en las
estampidas todos huyen de algo que desconocen por el hecho de que los demás
huyen también, a la inversa, todos se dirigen a un lugar del que forma parte
sustancial el hecho de que los demás se dirigen también a ese sitio.
Obviamente, no se trata de que el bienestar playero consista solo en disfrutar
de algo que los demás también desean, sino de que sin ese deseo multitudinario
no habríamos apreciado dicho bienestar del que, además, forma parte paradójica
la multitud misma, pues lo convierte en deseable al mismo tiempo que compite
por lograrlo tan a solas como sea posible.
Rene Girard habría llamado «deseo
mimético» a ese doble filo del deseo ajeno para descubrirnos y disputarnos algo
como deseable. Y, ciertamente, algo de ello hay en la paz playera entre
bañistas, siempre pendiente de frágiles sobreentendidos. Sin embargo, del
placer playero forma parte el efectivo y simultáneo disfrute multitudinario.
Así que los otros no son solo los competidores, sino que su disfrute
simultáneamente multitudinario forma parte del propio precisamente en tanto que
privado. El placer de la soledad playera es el de una soledad ‘fingida’, al
menos en el sentido de que depende siempre de una multitud presente o supuesta.
Estar solo en una playa es estar en
ausencia de la muchedumbre, sin cuya suposición -la de su deseo- la playa no lo
es del todo, como ocurre en los inviernos. Es como si del placer del visionado
de una película formara parte no solo la expectación de las colas
multitudinarias, sino el acontecimiento del visionado propio como parte del acontecimiento
de su visionado multitudinario, mundial si fuera posible.
Es el sentimiento de no estar
perdiéndose lo fundamental de lo que está ocurriendo, o, más en el fondo, de la
vida misma, lo que alimenta ese impulso paradójico de seguir a las multitudes
que estorban y consuman la propia satisfacción. Nuestro apetito vital se nutre
y dirige a la vida que nos podemos perder y cuyo centro está siempre localizado
por la muchedumbre que lo disfruta. Esa es también, me parece a mí, la razón
por la que nuestros adolescentes no pueden resistir la llamada de todo aquello
que les denuncia la vida que se están perdiendo, y que tiene lugar siempre allí
donde hay una multitud congregada por esa misma llamada.
Menos ansioso, tal vez muy atenuado,
pero es el mismo impulso el que nos lleva a la playa: la vida que nos estamos
perdiendo. Ciertamente, la playa suscita un bienestar psicofísico que es el motivo
de su éxito entre nuestras posibilidades de ocio veraniego. Nada de lo dicho
implica su negación. Pero de dicho éxito forma parte importante la naturaleza
de acontecimiento multitudinario que tiene su disfrute, y que lo convierte en
algo que nos podemos perder como un empobrecimiento vital.
De todo lo anterior se sigue que hay
quienes efectivamente se lo pierden y sufren de una pobreza que no es solo ni
principalmente económica, sino que nos parece más esencialmente una pobreza
consistente en haberse perdido la vida. De hecho, la playa es lo que es si
incluye la posibilidad de perdérsela, y, por tanto, de los que se la pierden,
de los perdedores. De ahí la lógica del privilegio que sustenta a la playa como
fenómeno social. Y, por eso, resulta tan crudamente revelador que los vivos y
muertos que atraviesan en barcas el Mediterráneo lleguen a playas abarrotadas.
Ciertamente, playas bien distintas de las que partieron porque, precisamente,
las abarrota una muchedumbre que encarna la vida que se están perdiendo o la
que han perdido.
La excepcion a la regla romana y griega de alejar la oikonomia de la polis es Alicante en el litoral mediterraneo. Lucentum esta frente al mar y hay baños termales en la Illeta des Banyets del Campello, cuando quieras te lo enseño, gracias Higinio por tus articulos.
ResponderEliminarNo sabía; muchas gracias. No digo que no a la visita a esas termas, pero antes tendré que saber el nombre bajo el sobrenombre de mímesis3, je (tienes mi mail en 'sobre el autor').
EliminarSoy José Luis Mira
ResponderEliminarhombree, pues lo dicho
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